Negro, color de la noche, color del miedo. Octubre: mes con la luna más grande, hermosa, y al mismo tiempo espeluznante.
Sobre el catre de mi madre mi hermanito estaba envuelto en el rebozo. Yo debía vigilar su sueño: puse bajo la cama las tijeras que nos regaló la comadrona, abiertas, apuntando los filos hacia la puerta.
Cada vez que agonizaba octubre y a principios de noviembre me daba la impresión de que el ambiente del cerro se volvía sulfuroso. También lo percibían los borregos que balaban como locos y me sentía nervioso. Mi papá tomó la escopeta y salió a buscar la causa. Mi nariz me advertía algo malo, mi piel se erizó, podía ser el siete rayas, ese animal que a su paso dejaba nauseabundos rocíos.
Papá me encomendó cuidar a la familia.
—¿Será una bruja? —mamá corroboró que las tijeras estuvieran en su sitio.
—Puede ser, ayer vi una estrella de cinco picos pintada con sangre en un pino, yo creo que el siete rayas es su mascota: mata a los pollos y crías de animal. Yo lo vi entre la neblina poblana: saltaba las bardas y desaparecía tras rociar su perfume.
Papá encontró un borrego muerto con el cuello mordido.
—¿Fue el siete rayas?
—No, también estaba esto— y mostró un abalorio negro con un pedazo de hilaza.
Por la noche mi papá estuvo afuera de la casa con su escopeta, entre los pinos se escuchaba el aletear de algún murciélago y los ladridos de los perros, nada más.
La luna estaba más redonda y amarilla que de costumbre y se sentía bastante frío.
En una de esas noches vino a vernos una anciana. Hacía menjurjes a pesar que sus ojos estaban nublados por cataratas. Conversó con mi madre mientras el café hervía y no se resistió a mirar a mi hermanito.
—Bonita la criaturita —lo observó con esfuerzo, volvió a su silla y la vi tejer, me pidió un cuchillo para cortar los estambres y le llevé las tijeras que estaban bajo el catre. —¿No se te ocurrirá dejar al bebé indefenso, verdad, niño? —dije que no y quise tomar de vuelta las tijeras, pero ella me lo impidió. —Ya casi acabo, le voy a tejer una chambrita…
—Entonces… ¿existen las brujas, señora?
—Existe la maldad… ¿No te contó tu mamá cuando te hice una limpia? —negué con la cabeza.
─Acababas de cumplir dos años y tu mamá fue a verme corriendo porque se topó con unos viajeros a caballo que buscaban Topilejo. La mujer te acarició la cabeza mientras le decía a tu madre lo bonito que estabas. En tu casa empezaste a sudar y tu cabecita despedía un aroma a podrido, te trajeron conmigo y supe que era mal de ojo.
—¿Mal de ojo?
—Te vio tan gordito y moreno que habrá sentido envidia de tu madre y se desquitó contigo. Tomé un huevo de gallina negra, lo rompí sobre tu cabeza y ¿qué pasó? —guardé silencio —salió negro, todo negro, lo podrido se pasó al interior del huevo y tu piel recobró ese aroma dulzón como jugo de fruta a la primera mordida… El ser humano está armado de ciertas artes ocultas, pero yo no les llamaría brujas. Hay santeros, exorcistas, hechiceros y los peores de todos…
—¿Quiénes? —se levantó y caminó hasta la puerta para recibir a mis padres, me sorprendió que los hubiese escuchado a metros de la entrada, dijo que me lo contaría en otra ocasión y se marchó.
El aroma del azufre me despertó. La luna estaba rojiza y el ladrar de los perros era incesante. Tomé la escopeta y miré si mi hermanito dormía, pero las tijeras… ¡No estaban!, ¿se las había llevado la anciana? Temí despertar a mis padres puesto que era mi responsabilidad ponerlas bajo la cama. Salí al patio y la luna enorme no proyectaba mi sombra. Afuera, un perro que no me era familiar me mostraba la sangre que le chorreaba del hocico. Ni perro, ni bruja, ni el siete rayas. Un lobo. Le apunté con la escopeta, pero el animal no me temió, se acercó y abrió sus fauces negras como si no tuviera lengua ni colmillos. Un rastro de sangre iba del patio al corral de los pollos. Traté de disparar y mis dedos no se movieron. Los ojos del lobo eran grises, más bien blancuzcos, llenos de nubarrones. Era un animal, pero parecía un anciano y me miraba como si me conociera de toda la vida, como si después de aquel mal de ojo de mi niñez, ahora pudiera ser más sensible a lo oscuro. Un olfato más agudo e inhumano, una vista tan certera que podía percibir, aún en la oscuridad, esas pupilas casi ciegas. Bajé el arma, el lobo salió corriendo y yo, con un profundo deseo de olvidar lo pasado, regresé a casa y me acosté a dormir sobre el petate.
A la mañana siguiente las tijeras estaban en el lugar donde vi al lobo. Mi madre me regañó como nunca y papá estaba furioso porque otro animal estaba muerto.
—Papá… ¿crees que lo que está matando a los animales no es una criatura salvaje?
—Dicen que los nahuales se vuelven cuervos o perros, incluso personas distintas, pero yo no creo esos cuentos.
La anciana regresó con la chambrita que hizo, me miró con sus ojos nublados y me mostraba su boca desdentada, negra como una noche profunda. Al rosario que le colgaba de la mano le faltaba un abalorio. Dijo que yo era diferente de los demás humanos, que podría aprender mucho si lo deseaba, que tenía un contacto con la naturaleza que no me convenía desaprovechar.
—Dejaré a los animales de tu padre en paz si vienes conmigo…
A las faldas de los cerros, entre la sombra de los pinos, se necesitaba de otro chamán que guiara al pueblo, ella puso algo sobre mi mano.
—Es peyote… tú y yo vamos a tener un viaje animal, y así descubriremos cuál es tu nahual.

María del Carmen Macedo Odilón. Mexicana Estudiante de Creación literaria y Lengua y literatura hispánicas. Loca de los gatos, huidiza, amante del insomnio y la nada.
Precioso, me erizó la piel.
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