«El tiempo era este día, este único día del año inmenso…»
Úrsula K Le Guin
Planeta de exilio (1966)
Ningún pueblo nos vio nacer, pero somos brujas. Transcurridos mil años nuestra familia viajó en una nave interestelar y aparentamos ser humanas. Mi hija y yo nos abrazamos, pálidas, al enterarnos de la última noticia de la nave. El resto de la tripulación se abrazaban, gritaba y celebraba. Lloramos de felicidad y luego, incertidumbre y desesperación.
—¿A qué hora aterrizaremos? —preguntaban las personas en los pasillos.
—¿Cómo sabremos? —Ningún habitante de la nave conocía el exterior. Aprendimos a navegar entre el silencio y las estrellas más antiguas. Anka lloraba desde su pequeña cápsula y su madre observaba desde la ventana al planeta cercano en estado alerta.
—Nació sin la runa mamá. ¿Crees qué…?
—Silencio y ten paciencia —la interrumpí— ya lo resolveremos— yo también estaba preocupada. ¿Seríamos las últimas dos?
El primer cohete de reconocimiento partió con dieciséis personas. Existían leyendas de su uso en otros planetas siempre resultados negativos. Narraban que la recolección de hielo, gas y polvo con minerales, hidrógeno, colapsaron en nuestro entorno o no tenían suficiente materia para mantenernos con vida. Mis primeras ancestras de la nave habían sido parte de las misiones y aprendieron a manipular la materia que extraían. Esta sería la primera misión en la que no participaríamos.
Nos transformamos, como las nebulosas, flotamos por años en esta nave sin un detonador para nuestros poderes. Estaban ocultos y la marca en nuestra pierna, la runa del viaje era la única señal de nuestra existencia. Dos soles cegaron el resto del aterrizaje. No eran los primeros que observábamos, pero ¿serían los últimos?
—Maaam. ¿Los cristales? —no terminó la frase y corrió a la cocina. Empacó los libros, las hierbas y otros objetos que habíamos heredado, cuidadosamente las introdujo alrededor de mi nieta. La cargaba y arrullaba, dejó de llorar y a través de sus ojos parecían entender a su madre.
—Les habla la capitana. Todos estamos agotados. Hoy como seres humanos estamos satisfechos con el mayor hallazgo después varias generaciones —el mensaje se escuchaba en todas las cabinas. Algo no estaba bien.
—¿De qué murieron? —le pregunté y ella secaba sus lágrimas.
—No lo sé, pero se están quemando por dentro. El metabolismo —cerró los ojos. Mi hija tenía un mayor alcance del entorno. Mis poderes no cubrían toda la nave como los de ella. Minutos después lo supe.
—Tenemos que salir de aquí. Abajo es seguro, los tripulantes aterrizaron y el aire es puro. Hay árboles mamá—asentí. Procuramos movilizarnos entre las personas que conversaban en los pasillos, debajo de la ropa de Anka iba nuestro legado.
—¡Pero qué belleza! No nos la habías presentado —volteamos a ver y dos amigas mías querían conocer a mi nieta. Fingí no escucharlas y empujé a mi hija para que siguiera por el pasillo. Llegamos a las cápsulas de emergencia, afuera había dos agentes.
—Señoras no pueden pasar por este sector. Son órdenes de la capitana —ya lo sabían todo. Nadie gritaba. La capitana pasó cerca de nosotras.
—¿Qué hacen estas dos mujeres con la criatura aquí? —preguntó a las dos personas.
—¡Por favor! —suplicó mi hija— Permita que por lo menos ella sobreviva. Le tocó el brazo y la vio a los ojos, utilizó todo el poder que tenía.
—Déjenlas pasar— quienes montaban guardia se extrañaron, pero no hicieron preguntas. Estaban entrenadas para seguir órdenes. La capitana siguió al final de la nave.
—Las cenizas estarán siempre cerca de casa —dije y lancé un encanto para que su muerte no fuera dolorosa. Luego, lo sentí, yo estaba contaminada.
—Huye con Anka. Las observaré desde aquí.
—Madre— observé una pincelada de uno de los soles. Nunca me había llamado como solían llamar a sus ancestras, no nos acordábamos de la palabra y ahí, de inmediato, brotó. Quizás así es como luce un atardecer en un planeta, pensé. Le ayudé con el control de mando de las cápsulas de emergencia.
—¿Seré la última?
—No, serás la primera. Gobernarás y tu poder se esparcirá en este nuevo planeta. Somos brujas, siempre forasteras. Te amo— Anka se echó a temblar y su madre la cubrió. La runa no era visible, pero su poder se sentía —no estarás sola— le aseguré.

Stephanie Burckhard es guatemalteca, socióloga y escritora. Ha publicado libros de preescolar, cuentos, fanzines, historias juveniles y de ciencias sociales. Estudia las dinámicas de la apropiación de la lectura en la vida cotidiana a través de clubes de lectura y en el proyecto Lectorante, el cual obtuvo una mención especial en el III Concurso Nacional de Bibliotecas Públicas en Guatemala, FILGUA.