Bárbara Santana Rocha: El aquelarre

Unas vueltas más y estaría lista la salsa. El aroma de chile ancho y comino llenaba la casa. Sabía que no estaba sola y además las otras llegarían pronto. El crepitar de la olla sobre la estufa eléctrica se mezclaba con el suave susurro de la masa que reposaba bajo una manta que la protegía del sol de la tarde y la mantenía calientita en su sueño vivo. En la puerta, una gatita barcina se acicalaba las patas delanteras, lamiendo con paciencia cada rincón entre sus dedos.

Entre hervor y hervor, se secaba las manos en un mandil a ratos gris y a ratos anaranjado, e iba repasando los pendientes. Bianca ya debía estar en camino con pócimas y mieles; ojalá que no se distrajera, porque a veces se le iba la cabeza, a pesar de que todas le habían advertido que en el transporte lo mejor era andar a las vivas. Elsa llegaría tardísimo, pero se le perdonaba porque siempre decía:

—Empiecen, vayan comiendo y yo ahorita llego con el vino.

Eugenia y Amelia llegarían juntas, siempre andaban pegaditas para todos lados, parecían cosidas por el costado. Amelia había pasado la mañana horneando pastitas y berenjenas, y Eugenia traería una botana y el tequila que había estado guardando para la ocasión. Malena llegaría con una sorpresa dulce e inundaría la casa con su perfume y su voz. Seguro que ella abriría el karaoke, le tocaba.

—Nomás con cuidado —dijo para sí—, porque sus encantamientos pueden ser muy poderosos, incluso entre nosotras.

Apagó la estufa y se acercó a la mesita de la ventana, pero no había nada ahí, la masa había desaparecido. Miró por todos lados, preocupada por las diez horas de levado, posiblemente arruinado y suplicó no tener que empezar de cero.

—Santa Clara de María, llévame a la masa que perdí… Santa Clara de María, llévame por favorcito a la masa levada que perdí… —rezaba.

La encontró tiritando en un rincón. Misteriosas huellas impresas en la masa con alevosía y cinismo delataban a la culpable, pero no se desesperó, ni siquiera intentó pedirle explicaciones a la gatita; conocía bien a su tormento y esa emisaria del mal no se inmutaba ante sus reclamos. Ya otras tantas veces le había salido con groserías similares y pese a los regaños no había manera de que corrigiera su comportamiento. Sin embargo, no podía echarla de la casa porque con ella había regresado su llamado. Dos días después de ponerle un platito de caldo en el escalón de la puerta, empezó a escuchar a lo lejos los mensajes del espíritu. No estaba segura de que una cosa tuviera que ver con la otra, pero las coincidencias la ponían nerviosa y prefería no arriesgarse a que, después de desalojar a la gatita, le fallara la conexión con la otra dimensión.

Acarició la masa, le quitó las pelusas y le acercó el oído derecho, el mejor de los dos, tratando de escuchar si seguía viva. La levadura no dijo nada, pero le pareció escuchar al espíritu:

—Igual y sí, déjala ahí y si no crece, mañana lo intentamos de nuevo.

—Claro, cómo se ve que la que amasa es otra —respondió un poco para ella misma y un poco para que el espíritu tampoco se atreviera a burlarse.

Pero la masa creció y no fue necesario amasar de nuevo, con tan buena suerte que el pan estaba listo justo cuando llamaron a la puerta.

La pantalla del timbre se encendió y el costado metálico de un androide modelo 2025 le hizo una seña a modo de saludo. Se alejó de la pantalla y, haciendo cuentas con los dedos, fue tachando mentalmente la lista: Blanquita no era, ese color de metal oxidado no era habitual en ella; Eli, Eugenia, Amelia… ninguna de ellas saludaba de aquel modo. Volvió a asomarse. No, Mari tampoco era.

—¿Quién es? —aventuró poniendo la voz lo más dulce que su crónica ronquera le permitía.

—Un alma en pena —respondió el androide, pero ella no era ninguna tonta.

—Sí, cómo no; un alma en pena va a ser.

Hasta 2059 los androides venían todos desalmados, ella lo sabía muy bien. Un modelo 2025 es imposible que la trajera.

—A ver… —dijo deslizando un papel bajo la puerta —dibújame un ser humano. Pero no hagas trampa, que se le vean las manos y la cabeza también.

Tal como lo sospechaba, el androide devolvió el retrato de un hombre anciano que sostenía entre las manos lo que parecía ser su propia cabeza. Cualquiera que tuviera un alma habría hecho el intento, por lo menos, de no ponerle tres pulgares.

—¡Pasa, querida! —dijo abriendo la puerta— Y perdona la desconfianza, ya ves que luego por aquí sí llegan las almas en pena y después es un batallar para que la dejen a una en paz.

El androide cruzó el umbral y miró alrededor, calculando aromas y temperaturas.

—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó ella.

—Ando buscando a una vieja bruja.

El pan se enfriaba a la par del horno abierto. La mesa aún no estaba puesta, platos de diferentes vajillas, copas, vasos, cubiertos y jarritas con flores de lavanda y caléndula se amontonaban en un lado, arrinconados por un mantel. El resto aún mostraba rastros de harina y trastes sucios.

—Te ayudaría a buscar, querida, pero ando justita de tiempo —le dijo señalando vagamente la mesa—. No tardan en llegar las visitas y todavía no he puesto la mesa.

—El mío es un asunto urgente. Ahora que, si quiere, le ayudo a poner la mesa y…

—Te lo agradezco mucho, querida, pero es que tampoco me he arreglado…

El androide la observó. En efecto, la facha era lamentable. Nadie, que él supiera, llevaría esos pelos a ninguna clase de encuentro social. Y ni hablar del mandil sucio y percudido.

—Termine y enseguida nos vamos.

—¿Irnos? ¿A dónde? No tengo planes de salir.

—Es urgente, le digo.

—Hoy no, es imposible.

—Siempre es imposible. Siempre dices que lo es.

—Es que hoy tengo un compromiso. No hay manera. Hoy no.

La gatita apareció entre las extremidades inferiores del androide y se restregó contra él, que le respondió el saludo con una caricia en la cabeza antes de insistir:

—Llévatela si quieres, pero nos vamos hoy.

La gatita ronroneaba.

—Me ha estado hablando el espíritu —confesó por fin—; esta vez vendrán, estoy segura.

—No vendrá nadie.

—¡Te digo que sí, está todo listo! Ya no deben tardar.

—Hace varios años que eres la única. Ninguna de ellas vendrá. No queda ninguna.

—Hoy sí vienen. El espíritu me lo dijo.

—Lo que tú llamas espíritu es la soledad acumulada en tu cabeza.

El androide se puso de pie.

—No podemos esperar más, ya lleva un rato encendida la hoguera y sólo faltas tú.

Del sillón deshilachado por la gatita no salió ninguna respuesta. Aferrada a sus brazos, la vieja bruja temblaba. Vendrían, no le podían fallar. Vendrían. Si no aparecían hoy, volvería a hornear el pan mañana, pero algún día llegarían. Estaba segura. Con la gatita había vuelto el espíritu y se lo había dicho claramente:. Ninguna podría resistir el aroma de su salsa.

—Volverán.

—Como quieras. Se te acabó el tiempo.

El androide caminó hacia la puerta y, antes de cerrarla, soltó con una sonrisa de dientes afilados:

—Nos hubieras puesto alma desde el principio, vieja bruja.

Bárbara Santana Rocha (Ciudad de México, 1985) estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Fue editora en el Fondo de Cultura Económica y la extinta Dirección General de Publicaciones de la Secretaría de Cultura. Actualmente trabaja en el Sistema Nacional de Bibliotecas. Recientemente obtuvo el premio «Mujeres en vida. Homenaje a Laura Méndez de Cuenca» de la BUAP por su cuento «Epazote». Además de leer y escribir, le gusta dibujar, viajar, ver series, el humor y los gatos. Agradece la fortuna de coincidir en el tiempo y el planeta con El Kanka, Angélica Gorodischer y Netflix, entre otros.

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