Desde siempre las brujas revoltosas son acusada por alzar la voz de sus deseos carnales.

Los mismos deseos reprimidos de la humanidad.

Hubiesen podido nacer caballeros, las exaltarían como «don Juan»; sin embargo, damas ardientes fueron la deshonra que sus padres procrearon, merecedoras de la sin piedad de los mojigatos.

Hay miradas atravesándoles cual lanza del indio experto.

Este es su escenario, son las protagonistas, tienen toda la atención de su pueblo.

Escuchan cabizbajas cuando a viva voz gritan:

¡Quemen a las brujas en la hoguera!

¡Quémenlas!

¡Que no quede rastro de ellas!

Encienden las brasas los mismos cobardes que no las tocaron —más se les levantaban las ganas—.

Ellas no se inmutan, levantan la cara, muerden su labio y los hipnotizan con su mirada; ofrecen su mejor sonrisa y fulminan su coro. Todos gozan cuando las observan arder en las llamas.

Anhelan pronto tocar las cenizas de sus propias culpas, calcinadas y mientras ellas al calor de las llamas:

¡Retorciéndote!

 ¡Retorciéndote!

 … ¡retorciéndote! 

¡No hay dolor en su hoguera!

¡Son testigos ellos de sus alaridos de placer!

¡Excelso momento!

 ¡Todas ellas son el fuego al que le incrementaron sus llamas!

¡Soy una de ellas, reencarné en este cuerpo!

¿Por qué nos callan?

¿Nos censuran?

¿Nos matan?

¿No nacimos libres?

El castigo inmerecido por pensar diferente.

¡La fragilidad no es nuestra opción!

 ¡Pensamos fuerte!

 ¡Sentimos fuerte!

 ¡Amamos fuerte!

Luchamos por derechos y recibimos injusticia. Al matarnos no nos callan, extendemos nuestras alas y volamos alto, nuestra voz se escucha hasta trascender fronteras.