La abuela murió de golpe.
Lo último que recuerdo de ella es cómo se ajetreó en la cocina preparándonos bocadillos para el tren. Toda la familia había viajado a la ciudad para el jubileo de una tía segunda, solo mi abuela se quedó en casa.
Dos días después de nuestra partida, una vecina se preocupó y entró en nuestra casa: la abuelita había yacido sin vida en la cama, las manos cruzadas en el pecho, en una isba helada y vacía. Por supuesto, inmediatamente regresamos al pueblo.
Los padres atónitos, especialmente mi mamá, a quien daba miedo mirar en aquellos días, organizaron una panijída y un funeral. Después del cementerio, volvimos a casa para el velorio. Nadie quería cocinar y, a decir verdad, no sabíamos cómo hacerlo bien. La abuela nunca dejaba entrar a nadie a la cocina. “Sólo debería haber una cocinera en la casa”, solía decir. Y así fue, toda su vida ella solita nos alimentaba y cuidaba.
El tío Egór compró en la tienda salchichas, queso y pan, además dos contenedores con Olivíye y Selyódka pod shuboy; para los adultos tomó varias botellas de vodka, y para nosotros, gaseosa. Nos sentamos a la mesa. Todos guardaron silencio. Según las reglas, teníamos que decir algo bueno sobre nuestra abuela, pero cualquier palabra nos parecía insuficiente para describir su carácter afectuoso y todo lo que significaba para nosotros. Nos mirábamos furtivamente, pero nadie se atrevía a empezar, así que nos atragantábamos en silencio con ensaladas ahogadas en mayonesa, mordiendo el pan de ayer.
De repente se escuchó un ruido en la cocina, parecía como si alguien estuviera retumbando ollas y sartenes. Todos se miraron. Papá estaba sentado más cerca de la cocina, así que se levantó para ver qué pasaba.
Unos segundos después regresó a la sala, blanco como la nieve, y murmuró:
—Ahí… eso… Ahí está la abuela…
Incrédulos, nos apresuramos hacia allá. Y efectivamente, la abuela movía los utensilios de la cocina, vestida con su bata favorita de flores y en un viejo delantal grasiento.
Se deslizaba ágilmente por la pequeña habitación sin pisar el suelo de tablas: nuestra abuelita flotaba. Cuando ella notó que la mirábamos, se volvió hacia nosotros y, azulada, casi transparente, nos avergonzó:
—¿Qué hacen conmigo, malcriados, bárbaros? ¡Ni siquiera pueden conmemorarme como Dios manda! ¿Qué han comprado? ¡Fuera de aquí! ¡No me molesten! ¡Voy a cocinar yo sola!..
Asustados y confundidos, regresamos a la sala. Nos sentamos en taburetes con las espaldas erguidas, sin atrevernos a pronunciar palabra; solo los hombres tomaban de vez en cuando las copitas de vodka.
Después de más o menos una hora, el ajetreo y el ruido cesaron. Fuimos de puntillas a la cocina y vimos allí varias pilas de bliny, de los cuales brotaban como lágrimas chorros de mantequilla derretida y miel, kisel espeso y kutya apetecible con pasas: platos tradicionales rusos para conmemorar a los muertos desde tiempos antiguos.
Entonces llevamos con cuidado la comida a la sala y echamos a llorar.

Nací en Moscú en 1994. Escribo y traduzco cuentos.

