Diana Hernández: La primera cera

En la víspera del Día de Muertos, acompañaba a mamá y a mi abue al mercado. Al principio íbamos en el coche del tío Juanito. Él era taxista, le gustaba la tomadera y la cantada, era el más alegre de las fiestas y a mí siempre me consentía. Un día se mató en su carro, dijeron que fue por ir manejando borracho, pero luego él me dijo que no era cierto. Entonces tuvimos que ir en taxi porque a mi abue no le gustaba subirse a los camiones, era muy chaparrita y no alcanzaba los escalones. Al llegar al mercado, mamá y mi abue se ponían a escoger los mejores ingredientes para preparar el mole y los tamales; también escogían frutas y dulces. Elegían con mucho cuidado las flores de cempasúchil, buscaban las más frescas y bonitas, también llevaban los terciopelos, las nubes, claveles y crisantemos. Recuerdo especialmente esa vez porque iba a ser la primera cera de mi tío Juanito, y esa es la más importante acá en el pueblo. La ofrenda se iba a poner en casa de mi abue, porque es la más grande, y ahí se la pasaba metido mi tío Juanito cuando no estaba trabajando. Todos ayudábamos a preparar la comida. A mí me tocaba deshebrar el pollo para las enchiladas. Mi mamá preparaba el atole de guayaba para acompañar los tamales y mi abuelita hacía la calabaza en dulce. Los demás acomodaban la fruta, las flores y las veladoras; sacudían los retratos. Todo lo supervisaba mi abuelita, por supuesto.

Cada vez que llegaba el Día de Muertos, la casa se llenaba de gente. Yo ni siquiera me daba cuenta a qué hora llegaban, pero sí me acuerdo de que estaban a cualquier hora. Si me levantaba a hacer pipí, oía el barullo en la sala, si me levantaba temprano y bajaba, veía a la gente rezando, encendiendo veladoras o platicando, unos comían y no les daba pena agarrar de la ofrenda, otros traían sus bolsas para llevarse lo que les ofrecían, pero siempre había comida puesta; si ya empezaba a oscurecer, no me daba miedo porque la sala estaba llena de las veladoras que la gente traía, hasta en el piso había. Al otro día íbamos todos al panteón para poner también flores y veladoras.

Una vez, yo tendría unos ocho o nueve años, entonces, cuando ya íbamos de salida al panteón, se me acercó una señora que traía cargando a su bebé y me dijo:

—Mija, dile a tu mamá que la próxima vez ofrezca también algo para mi bebé. Leche o té.

— ¿Y tú, cómo te llamas? —le pregunté para darle bien el recado a mi mamá.

—Soy tu tía Alma, Almita me decía tu mamá, soy su prima.

—Sí, señora, digo, tía, yo le digo, no se apure —me dio pena decirle que nunca la había visto entre tanta gente que venía a la casa. Luego la vi salir para ir con todos al panteón. Cuando mamá salió de su recámara, le di el recado de la tía Alma; mi mamá se me quedó viendo raro y me preguntó:

 —¿Quién te contó de Almita?

—Ella me dijo que te dijera eso, mamá, yo la vi en la sala, traía a su bebé.

—De seguro tu abuela te anda contando cosas que no debe, ¡Mamá! ¿Dónde estás? ¿Qué le andas contando a esta niña?

Mamá salió a buscar a mi abue y yo me fui con mis primos. Seguro mi abue me iba a defender y le diría que no dije mentiras. Por eso quiero mucho a mi abue, ella es muy buena conmigo. Agarré mi cubeta y la escobeta para limpiar bien las tumbas del panteón, como a ella le gustaba.

Cundo regresamos del panteón, fuimos a comer a casa de mi abue y después de la comida, los grandes se fueron a dormir la siesta y los primos se salieron a jugar, y ya iba yo para afuera cuando me dijo mi abue que la acompañara a su cuarto. A mí me gustaba mucho ese cuarto, había fotos y figuritas que coleccionaba, su cama tenía una colcha de colores que había tejido, además ahí olía, como ella, a perfume de jazmines y crema para las manos. Nos sentamos juntas en su cama y me preguntó:

—¿Es verdad que viste a Almita en la sala? No me vayas a decir mentiras, yo te voy a creer lo que me digas, mijita.

—De veritas, abu, la tía Almita estaba en la sala y luego se fue al panteón. Deveritas, deveritas.

Mi abuelita me abrazó y suspiró muy fuerte. Yo no entendí qué pasaba, empecé a pensar que había hecho algo malo, y se me salieron las lágrimas.

—De verdad, abu, yo la vi y no fui grosera con ella, nomás que no la conocía, por eso no sabía ni su nombre, ni nada. — A lo mejor, ella y mi mamá estaban peleadas o algo así. Mi abue me consoló, me limpió la cara con su delantal y me dijo.

—No, mija, yo sé que no hiciste nada, pero quiero que entiendas una cosa: Almita era una prima de tu mamá y ellas se querían mucho. Hace mucho tiempo, antes de que tú nacieras, Almita se casó y quería tener un bebé, le costó mucho trabajo y cuando por fin se embarazó, se puso muy enferma.

—Ay, abue, pos yo la vi muy bien y traía a su bebé, seguro ya no se enferma del embarazo.

—Entiende lo que te quiero decir mija, cuando Almita dio a luz, se puso muy mal y murió en el parto. Su bebé no aguantó mucho tiempo y murió horas después. Los enterraron juntos, a ella le acomodaron a su bebé en los brazos.

Sentí por un momento que todos los pelos se me paraban y unos calosfríos en la nuca, pero luego pensé que ella no se veía, así como muy muerta. Yo la vi muy normal.

—Oyes, abu, pero ¿qué no los muertos están, así como puros huesos con pedazos de carne y la ropa rota, con los gusanos saliéndoles de los ojos?

—Eso es su cuerpo terrenal, mi amor, ¿cómo te explico? Este cuerpo que tenemos sí se descompone cuando te mueres, pero tu alma, esa, se queda intacta y puede venir a visitar a los vivos el Día de Muertos. Nomás que no todo el mundo los puede ver.

—Entonces, ¿tú también los puedes ver, abue?— Me puse feliz de poder compartir algo así con ella.

—Sí, mijita, pero mejor no se lo vamos a decir a nadie, porque se pueden asustar, así como tu mamá; o luego quieren que ande una de recadera con los difuntos y pos, es cuento de nunca acabar.

Cuando empezamos a poner la ofrenda de la primera cera para el tío Juanito, tuve cuidado de poner su tequila favorito, sus enchiladas de mole con mucha cebolla y las canciones rancheras que le gustaban. Mi mamá me dio permiso de poner la música, pero bajito para no molestar a los demás. También me aseguré de poner leche y tecito de manzanilla para el bebé de la tía Almita. Mamá no me dijo nada y hasta me ayudó a hacer el té, estoy segura de que mi abue habló con ella para que ya no me dijera nada.

 Cuando empezaron a llegar todos, me di cuenta de que no distinguía tan fácil a los vivos de los muertos, hasta que me fijé que los muertitos llegan cuando se encienden las veladoras que están en sus fotos, y si se paran junto a ellas, la luz se les refleja y se ven como iluminados; entonces ya me acercaba a ellos y les preguntaba qué es lo que más les gusta, para ponérselos en la siguiente ofrenda; la mayoría eran muy amables y no pedían nada difícil; nomás la tía abuela Silvita, una que se sentía la muy muy. Bueno, eso me contó mi abue; ella quería vinos y quesos caros y yo le puse una cuba y queso panela. Nunca me volvió a hablar.

Eso fue hace muchos años. Hoy la ofrenda está en casa de mi mamá. Ahora yo quise ir a escoger las flores, tienen que ser las más bonitas, porque es la primera cera de mi abue. Batí la masa para los tamales y preparé la calabaza en dulce. Hace algunos meses fui a despertarla porque la iba a llevar al centro, cuando entré a su casa, se me hizo raro que no estuviera en la cocina. Subí a verla y estaba en su cama, se veía tan pequeña y tranquila, no pude evitar llorar. Aunque sabía que la volvería a ver, pero faltaba mucho tiempo y ya la extrañaba. Todo está acomodado, las flores, la comida, los dulces, hay mucha fruta y papel picado, enciendo la primera veladora y el aire se llena de olor a jazmines.

Nací en la CDMX. Estudié lengua y literaturas hispánicas en la UNAM. He publicado mis textos en las revistas Tiempo UAM y Condominia; también en los espacios digitales de Especulativas y Sonámbula. Soy lectora voraz y viciosa de las series y las películas. Escribo cuentos porque los sueño, también me los invento, claro; pero escribo principalmente porque me hace feliz.

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