Cuando quiso despertar a su bebé como cada mañana, Hilda encontró en su lugar a un pequeño y pestilente monstruo viscoso. Verlo no fue tan terrorífico como darse cuenta que su hija no estaba donde la había dejado. Dio un paso hacia atrás levantando las manos para alejarlas del usurpador; con prisa buscó en los rincones de la recámara y después en el resto de la casa. Al no encontrarla, hizo llamadas, gritó auxilios, tocó puertas, mientras el usurpador se desgarraba los pulmones por el hambre. Inspeccionaron su domicilio y alrededores. Familiares y amigos hicieron acto de presencia, pero al final se quedó sola. Antes nunca se habría imaginado lo solas que en realidad estaban, de lo solas que habían estado siempre ella y su hija. No pudo más que llorar junto a los aullidos del otro, por no saber dónde lloraba la suya, que probablemente moría de hambre, de frío, de ese miedo frustrante de quien se sabe indefenso y en peligro.
El dolor agrieta hasta romper. En Hilda, las cuarteaduras nacieron en sus pechos lactantes. Ver gotas escurridas de su leche fue una espantosa contradicción y no pudo más que preguntarse a cada segundo dónde estaba. Imágenes violentas se transformaron en respuestas y la angustia conquistó su cordura mientras el tiempo difuminaba su rastro. Quiso reponerse con un vaso de agua, al darse cuenta que era la que podía faltarle a su hija, la sintió rancia y escupió. El olor la condujo al patio, la coladera burbujeaba del mismo líquido aceitoso que embadurnaba a la pequeña bestia. Cuando se acercó a revisar, ya no encontró nada, la espuma se había ido. A Hilda se le cruzó a la cabeza las agruras repentinas de un gigante después del banquete y le dieron ganas de vomitar.
Pero, ¿quién era el usurpador? Nadie preguntó por él. Apenas le echaron un vistazo, los visitantes se alejaban con repulsión y a nadie le importó un patio sucio a pesar de las súplicas de Hilda por excavar el drenaje. No podía darse por vencida e hizo un esfuerzo por aclarar la mente y pensar en posibles soluciones. Se puso una pinza en la nariz y asomó a verlo, se abrazaba a sí mismo en una esquina de la cuna. Su piel era resbalosa y blanca como la de una lombriz. Lo examinó, aún no tenía dientes. Lo puso en su regazo y se armó de valor tolerando el asco. No podía dejar que muriera de hambre, era lo único que la unía con su hija, él era el medio que podría traerla de regreso, así que levantó su blusa y dejó que bebiera. El dolor la recorrió, el hocico era una ventosa y su piel enrojeció al instante, pero estaba decidida a no perder el agonizante lazo.
Pasaba el tiempo y crecía velozmente, pero no caminada, se arrastraba con dificultad igual que un león marino y se trepaba a la espalda de su madre sustituta aferrándose a ella como koala al tronco. Con su carga, Hilda salía cada día en búsqueda de su hija impulsando pasos sangrientos. La alta demanda de cuidados y alimento que él exigía la habían consumido y sus pechos eran ya dos flores abiertas al rojo vivo. Estaba segura que algo más grande a su entendimiento había succionado a su bebé a las profundidades del desagüe. Buscó en todas partes esperando encontrar el mismo burbujeo pestilente visto en su patio el primer día. Guiada por su olfato, examinó cada alcantarilla, drenaje y río residual que encontrara.
Una noche lo escuchó bramando en el patio. Estaba sorprendida, había logrado empujarse hasta ahí con esmero desesperado, su chillido era un llamado haciendo eco en la coladera. Hilda lo cargó sobre su espalda; era la única forma de consolarlo. Su corazón apagado se alumbró al ver el burbujeo. Fue entonces que tomó sus herramientas y emprendió la excavación.
Día y noche excavó sin separarse del agujero pantanoso que iba revelando; su hija podía emerger en cualquier momento en una ola marina que devuelve el tesoro perdido. Durmió ahí mismo entre barro y espuma nauseabunda con el nombre de su hija en los labios, que ya no eran labios, sino un pozo de lodo. Excavó hasta que ya no pudo hacerlo; el usurpador triplicó su tamaño prensándola como saco de huesos y la siguió engullendo con depredadora voracidad.

Yuri Bautista (Morelia, Michoacán, 7 de mayo de 1986) es narradora de cuentos de fantasía, terror y ciencia ficción, pero también escribe otras cosas. Ha sido tallerista, profesora y correctora de estilo. Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas. Escribe en yuribautista.blogspot.com