Dentro de ella persistía un vacío, una pieza del rompecabezas que simplemente no lograba encajar. Desde hace años el interés de Luisa era solo uno, por más que sus allegados trataran de consolarla, nada lograba atenuar su dolor. Había escuchado de todo: “pon tu corazón en paz y sucederá”, “no insistas, ya solito llegará”, “prueba el té de tal hierba, a mi amiga le funcionó”, “llama a tal clínica, es cara, pero te ayudarán”.
Todas esas frases, huecas y despersonalizadas, que la gente suele usar en el intento por empatizar con una mujer en esas circunstancias, Luisa las había escuchado. En algún momento se dio por vencida, entendió que por más que lo hablara nadie entendería su vacío. No es que fuese gente frívola, simplemente solo ella sabía lo que era sentirse rota. Era como si su cuerpo estuviera agrietado y por más esfuerzos que hiciera no era capaz de retener la vida. Por una pequeña fisura goteaban su deseo, escapaba la esperanza de gestar un ser en su vientre.
Luego de mucho meditarlo, Luisa, decidida a cambiar su situación, concluyó hacer las cosas a su manera. No más doctores, no más clínicas. Basta hormonas, sobanderas y demás menjurjes.
En un arranque quemó todos sus expedientes, recetas, medicamentos y toda clase de panfletos. De alguna manera, tal gesto significaba para ella una suerte de exorcismo a la Luisa “rota”.
Dedicó sus noches a investigar a fondo aquel método del que había leído en un artículo unos meses atrás. No le importaba llegar desvelada al trabajo, renunciar a las cenas con sus amigas o aparecer desganada en las aburridas reuniones familiares. Su vida giraba en torno a ello, Luisa tenía una sola meta y sin importar los sacrificios la alcanzaría. Decidió afrontarlo sola, no hablar de ello con nadie y así evitar juicios inservibles.
Fue así como, luego de una extensa investigación, había iniciado con las primeras experimentaciones. Estaba emocionada, durante esa fase estudió puntillosamente el comportamiento de cada uno de los reactivos y el tiempo que demoraban en responder a los estímulos. En esos días había iniciado a preparar su cuerpo. Aumentó su ingesta de frutas y verduras, abandonó por completo el alcohol y el cigarro e incluso meditaba todas las mañanas antes de salir al trabajo. Tenía todas sus expectativas puestas en ello, nada podía fallar.
Gracias a un foro en internet, logró contactar por correo electrónico a una mujer holandesa que había llevado a cabo el método. Ahora era la feliz madre de una linda pelirroja de nombre Bea.
Para la fase de implementación Luisa había organizado todo minuciosamente. En el trabajo consiguió que le adelantaran sus vacaciones, a su familia y amigas les anunció que se ausentaría por unos días debido a una capacitación en una sede foránea.
Compró despensa en abundancia, reunió los libros que tanto había deseado leer, así como algunas revistas de crucigramas. Los insumos que necesitaba ocupaban ya el nuevo refrigerador que había adquirido.
Desconectó el teléfono para evitar molestos vendedores y guardó la televisión en el sótano para no exponerse a las calamidades que esta proyecta cada día. Luisa buscaba mantenerse lo más serena posible para lo que venía.
El día había llegado, a pesar de que Luisa no había pegado ojo en toda la noche se sentía llena de energía. Abrió las ventanas para dejar entrar el aire fresco de la mañana y enseguida corrió a bañarse. Luego del baño apenas logró desayunar un poco de fruta, la emoción le robaba el apetito.
Luisa estudió por una última vez cada uno de los pasos, dispuso con orden maniaco cada uno de los elementos a utilizar, repasó la lista de los materiales y finalmente inició la labor.
La tarea no fue fácil, las piernas se le acalambraban constantemente por mantenerlas tanto tiempo abiertas y en la misma posición. El picor en su vagina era cada vez más fuerte a causa del roce con el plástico y la constante manipulación. Sin embargo, una cosa era clara: Luisa se rehusaba a detenerse, no era momento para desistir. No ahora.
En los días siguientes Luisa limitó al máximo sus movimientos, comía y dormía en el mismo lugar. Inicialmente se levantaba únicamente para ir al baño, posteriormente renunció también a ello. En un balde de plástico improvisó un orinal que mantenía a pocos centímetros de ella.
Poco a poco el cuerpo de Luisa manifestó algunos cambios como náuseas, mareos, variación de la temperatura corporal y somnolencia. Emocionada anotó escrupulosamente cada detalle en su bitácora, no quería perder ni un solo dato. Los apuntes de Luisa se detuvieron en el décimo día.
Luego de unos días la alarma se difundió rápidamente, nadie lograba entender de dónde provenía el nauseabundo hedor que silenciosamente había invadido el edificio.
Inicialmente creyeron que se trataba de un hecho aislado, un olor pasajero a causa del calor que azotaba la ciudad. Días más tarde desecharon dicha hipótesis. Un grupo de vecinos había inspeccionado el sótano condominal, suponiendo que tal vez se tratase del fiambre de un ratón escondido por ahí. Incluso llamaron a un plomero para una rápida revisión de las tuberías comunes. Todo fue en vano.
El olor se había expandido insoportable, era imposible transitar por las zonas comunes del edificio. La pestilencia había penetrado ya algunos departamentos, obligando a sus inquilinos a improvisar cualquier artimaña para afrontarlo. Algunas noches era imposible dormir, el aire infecto no daba tregua.
En su afán por hallar el origen de la fetidez decidieron verificar uno a uno los departamentos. Cuando llegó el turno del departamento de Luisa, algunos vecinos tocaron a su puerta sin obtener respuesta. Trataron de recordar cuándo había sido la última vez que habían saludado a la joven, nadie tenía recuerdos recientes de un encuentro con ella. El temor se desencadenó, fue entonces que resolvieron llamar a la policía.
Luego de algunos cuestionamientos a los residentes las maniobras iniciaron, el certero movimiento de un policía logró abrir la puerta. En una fracción de segundo un vaho nauseabundo noqueó a los presentes. La pútrida exhalación, acompañada por una enorme nube de insectos, provocó que algunos curiosos vomitaran en el acto. Un tapete pastoso y resbaloso corrió por las escaleras. Algunos de los fisgones pusieron pies en polvorosa, los más metiches y aguerridos improvisaron cubrebocas para soportar el hedor y así lograr permanecer en el lugar.
Lo que veían era inaudito, el lugar era un sórdido almacén de suciedad y basura. Con mucha dificultad se lograba caminar por la vivienda. La mezcla de desechos y mugre hacía que los zapatos se pegaran al piso chicloso. Las paredes lucían tapizadas de moho verdoso y cucarachas. Enormes moscas revoloteaban por doquier perturbando la inspección de los presentes.
La mesa del comedor era un hervidero de gusanos, debajo de ellos se notaban restos de algunos embriones con rasgos animales. Había también hojas con anotaciones a mano, jeringas, guantes de látex, lubricantes y una gran lámpara con lupa.
En proximidad del sofá los pies de los policías se hallaron inmersos en un gran charco de excremento y orina. Lo que pisaban en ese momento pasó inadvertido a sus ojos, que miraban atónitos la repugnante figura que se encontraba delante de ellos.
Sobre el sofá, en un tibio lecho de heces, libros y restos de comida en descomposición, yacía el cuerpo de Luisa. Su cuerpo abotargado y purulento vestía un sucio camisón, su cabello era una completa maraña. Las moscas se paseaban campantes por la inmóvil figura.
Ante el hallazgo los oficiales convinieron informar a los peritos para el levantamiento del cuerpo, cuando inesperadamente un crujido proveniente del sofá los alertó. Al voltear, se encontraron con un rostro demacrado y mugriento. Los ojos de Luisa, que apenas y se notaban en medio de tanta suciedad, los observaban fijamente.
Aturdida y con la mandíbula trémula Luisa se esforzó en emitir sonido, había olvidado cómo hablar. Luego de unos segundos, un hilito de voz brotó de su boca.
—Qué bueno que llegaron. ¿Saben? Estoy embarazada—, anunció alegre, mientras acariciaba amorosamente su inhabitado vientre.

Olivia Carmona Hernández. Nace en la Ciudad de México, radica en Italia desde hace 10 años. Creadora empedernida y tenaz soñadora. Amante de los libros, las plantas y los viajes. La escritura se ha convertido en su paraje fantástico. Sus relatos han sido antologados en Italia (Lingua Madre Duemilaventi – Racconti di donne straniere in Italia, 2020) y en México (Distopía feminista – Colectiva Multiversas, 2021).