Tres semanas llevamos en este encierro. Apenas un mes de que la población rompió en histeria por la repentina enfermedad que en unas horas desintegró a millones de personas en todo el mundo.
Al principio nadie sabía qué pasaba, un calor asfixiante inundó las costas, avanzando tierra adentro. Muchas personas de todos los continentes, invadidos por el bochorno, comenzaron a sudar profusamente, de tal manera que en pocas horas presentaban una grave deshidratación. Entre más agua y soluciones salinas ingerían, más se aceleraba la sudoración y pronto los cuerpos tenían ya un aspecto lastimoso, la boca fruncida por la sequedad, los ojos pardos, la piel arrugada. Cuando parecía que más sudor no podría salir de un cuerpo tan enjuto, comenzaban a emanar una substancia lechosa que no se detenía hasta que el cadáver quedaba empequeñecido, sin forma, como fósil de un animal desconocido.
El terror cundió, los científicos intentaban determinar el origen de la pandemia. Los lugares más remotos del mar no tenían aún casos de la epidemia, pero en pocas horas el calor mortal ganaba territorio. Así fue como determinaron que el mal estaba en el aire.
Fue entonces que se comenzaron a tomar medidas cubriendo con filtros las entradas de aire en casas y edificios. La gente en estampida vació las tiendas de alimentos. Cientos murieron pisoteados. Otros perecieron en accidentes debido al caos, y no faltaron los suicidios de muchísimos, víctimas del pánico.
Mi ciudad está en una zona desértica, por lo que fuimos de los privilegiados que alcanzamos a protegernos y abastecernos. A mí por naturaleza me excitan las situaciones de desastre. Me gusta mirar el descontrol que producen, me causa un poco de placer percibir el miedo en la gente, que se paralicen o actúen de manera absurda. Me adapto a lo que a mí, o a mis seres cercanos, pueda ocurrirnos; si alguno muere, el dolor es superado por las circunstancias.
Es así que he vivido intensamente el encierro, hasta hoy no me ha afectado porque en mi edificio hay muchísimas personas. Tuvimos tiempo de abastecernos, por lo que el hambre no ha llegado por aquí. Mantenemos comunicación con otros edificios mediante letreros que nos mostramos por las ventanas, la electricidad dejó de funcionar. Yo me la paso recorriendo todos los pisos en busca de novedades, haciendo planes para cuando nos veamos obligados a salir por víveres o intercambiando chismes de relaciones que se han dado entre residentes que antes nada tenían en común. Mis padres han sido incapaces de retenerme en nuestro departamento y dada la situación anormal que se vive, me han dejado libre.
Por las noches me gusta observar las calles desiertas. Mirando obsesivamente la oscuridad, he descubierto unas pequeñas partículas que flotan en el ambiente, como si estuviera comenzado a nevar. Hace dos noches me percaté que los minúsculos copitos no caen, sino que están flotando. Surgen de algún lado de la tierra y el viento los levanta y esparce. Debe ser eso lo que nos envenena.
Llegué a la conclusión de que lo que estaba ocurriendo era un fenómeno natural; que la tierra se estaba limpiando de tanta contaminación que le hemos provocado y que sería sólo cuestión de tiempo para que el proceso de purificación terminara. Entonces, los sobrevivientes podríamos reiniciar nuestra vida en un mundo puro y ahora sí, estaríamos dispuestos a cuidarlo.
Decidí vigilar cada noche para detectar el momento en que dejara de “nevar” y así calcular cuándo podríamos salir.
Hoy hay luna llena, la noche tiene una bella luminosidad. Me tumbé en un ventanal del 5° piso, que es el más alto del edificio, para ver si podía detectar qué altura alcanzan los copitos. Me aburrí de mirar hacia arriba, los copitos flotaban y se esparcían en el fondo del cielo nocturno sin ninguna novedad, así que dirigí mi mirada a las calles solitarias. Al hacer un recorrido mis ojos detectaron que algo se movía. Regresé la mirada, y entonces muy cerca de mí —tanto que instintivamente me bajé del ventanal y sólo asomé la cabeza—, descubrí lo que parecía una enorme serpiente. Con el corazón latiendo más fuerte por el sobresalto, agudicé la mirada y vi que era una criatura con varios miembros; se removía lentamente en el hueco de la parte superior de una palmera.
Asustada miraba el arrastre de sus miembros anchos, de una piel blancuzca y áspera; trataba de encontrarle forma, por lo que no me percaté de dónde apareció otra horrorosa criatura que trepaba también a la palmera. A ésta sí que pude verla bien: tenía tres patas anchas, tubulares, con las que se agarraba del tronco; no tenía cabeza, pero sí un tentáculo grueso que semejaba una mano que tentaba o un ojo que buscaba. La criatura que estaba arriba se agitó y levantó también el tentáculo, el cual pude ver más claramente: era como una ventosa que se abría y cerraba incesantemente.
La criatura que trepaba llegó arriba y se empalmó en la otra. Durante los siguientes minutos se apretujaron entrelazando sus miembros, retorciéndose. Yo, con apenas los ojos asomados, aterrorizada de que pudieran verme, no pude apartar la vista, como hipnotizada seguía todos sus movimientos.
Repentinamente los dos monstruos alzaron sus tentáculos, tuve el temor de que me hubieran olfateado, pero sus ventosas se pegaron con fuerza, como atraídas por un imán. Parecía que iban a devorarse, que se besaban, que se succionaban. Luego se desprendieron escurriéndose uno a otro una baba espesa.
Tras un breve instante en que se quedaron inmóviles, una de las criaturas bajó, y desplazándose lentamente se perdió en la calle oscura.
El otro monstruo despatarrado en el hueco, ha erguido intempestivamente su tentáculo y moviéndose espasmódicamente, está expulsando numerosos huevecillos, o seres, o no sé qué, pero que tienen vida propia, porque puedo ver cómo se mueven sobre el nido.
Por primera vez siento ese pánico que tanto me deleitaba ver en los demás.
La tierra no se está purificando, la tierra ya no es nuestra.

Flor García Rufino, originaria de Chihuahua, México, estudió la licenciatura en Ciencias de la Información de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Ha escrito primordialmente ensayos y cuentos, siendo coautora de la biografía Nellie Campobello. Mujer de manos rojas.