Las redes sociales colapsaron, los últimos tuits confirmaban un apagón mundial. @NASA hablaba de un campo magnético acercándose a la tierra que afectó a los electrones, el confinamiento por Covid-19 no ha terminado, tampoco el 2020.
Llevamos cinco días sin energía eléctrica, cuando todo se apagó, mi celular tenía el 15% de batería, logré leer la catástrofe y sentir el estremecimiento. —Valimos madre—, pensé. Desde la ventana del depa veo una esquina neurálgica, Tlalpan y Eje 6. No hay metro, la gente camina sobre las avenidas, son muchos. Los pocos autos van despacio y por el carril de baja. Las gasolineras sacan combustible del depósito subterráneo, largas cuerdas amarradas a cubetas, otras siguen cerradas.
Las primeras horas todos tenían esperanza, yo, la certeza de que no volvería; los científicos lo advirtieron hace un par de semanas, algo no estaba bien y no entendían. El titubeo era una señal. Algunos tenían batería dos días después, los previsores; no era muy útil, no había por dónde navegar. En la ciudad llueve y las celdas solares no alcanzan a recargarse. Ya hubo saqueos, las tiendas cerraron y al tercer día la incertidumbre se volvió caos. No hay comunicados oficiales ni manera de difundirlos, los rumores van de boca en boca, el precio del petróleo se disparó.
Ayer se acabó el agua de los tinacos en el edificio, el primer día puse un aviso invitando a racionarla, la vecina llenó el tendedero, bañó al perro y lavó el coche. La solidaridad no está en el vocabulario de muchos, cuando inició la pandemia se propagó el sálvese quién pueda y todos éramos el enemigo. Salir a la calle era un acto de resistencia y había mil ojos juzgando. No aprendimos la lección.
Vivo en el cuarto piso, la primera cubeta que subí llegó a la mitad, cada vez lo hago mejor, aunque a la cisterna le queda poca agua. Orino en la tina, atinarle a la coladera no es tan fácil.
En la mañana caminé al Zócalo, son siete kilómetros, Tlalpan es una procesión de zombis con cubre bocas. Los oxxos están cerrados, también las cadenas multinacionales, las tiendas pequeñas continúan dando servicio, en cada ventana alguien observa y hay largas filas de autos en las gasolineras. Lxs sexo servidorxs continúan en sus esquinas, son pocos los hoteles abiertos, igual que las oficinas.
Llegué a la plancha del Zócalo y sentí la furia de los dioses, la bandera izada y el Palacio Nacional repleto, pedían respuestas a gritos. Nadie las tiene. No hay un plan, tampoco una estrategia. Sobre la puerta cerrada cartulinas escritas a mano: mantengan la calma; el gobierno está buscando soluciones; cuiden el agua; usen cubre bocas; sana distancia. No logré acercarme para leerlo todo. Frente al Templo Mayor una mujer anunciaba el final de los tiempos, la llegada del mesías y el apocalipsis. Los grupos de danzantes sonaban cascabeles, conchas, tambores. Entré a la Catedral y me senté en una banca del fondo. Las avesmarías y los padrenuestros zumbaban. Rosario en mano suplicaban señales, prendían veladoras y se santiguaban. La penumbra oprimía y morían las gladiolas. Caminé sobre Madero, llovía, en cada esquina un predicador y el final de los tiempos, “ya era hora”, pensé y volví a casa. Junto al metro Xola, una mujer se aventó del séptimo piso, no hubo fotos, nadie tiene batería.

Micaela Sánchez Miranda (Ciudad de México 1963). Estudió Biología y Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Actualmente estudia en la Escuela de Escritores Ricardo Garibay y vive en Tepoztlán, Morelos.