Paola Licea: La revelación

Así fue como sucedió. Yo siempre tuve la firme convicción de que había nacido con la peor de las suertes y desprovista de toda gracia, belleza, habilidad o talento. Por lo que, agradecí siempre a Anselmo que me escogiera como esposa.

Es verdad que muchas veces llegaba borracho a querer pelear conmigo y a veces hasta me soltaba una que otra cachetada. También es cierto que, cuando llegaba en ese estado, solía recordarme, con desprecio y malicia, lo fea e insignificante que era, y que, en otras ocasiones, me hacía “cumplirle” como esposa cuando, a causa de la misma borrachera, estaba todo meado y vomitado. Siempre lo disculpé sabiendo y convenciéndome de que era el efecto que el alcohol producía en él. Eso me repetía yo cada vez; hoy fue diferente.

Abrí los ojos, como quien dice, al fin pude verlo. Estaba ahí, en el mercado. Abrazaba y besaba a una muchacha, ¡qué digo muchacha!, ¡niña! Le decía “hermosa” y parecía querer cumplir sus deseos. Esa imagen me provocó, ¿cómo se llama eso? deja vu. Yo había sido ella. Esa niña terminaría en los brazos de un borracho meado y vomitado, ¿a cuántas más embaucará este cabrón? —me pregunté—. Ese pensamiento me dio la fuerza para hacer lo que hice.

Me encaminé a mi casa y lo dispuse todo para cuando él llegara, para poder darle la bienvenida, la última. Llegó cerca de las seis de la tarde, ebrio, como siempre y eso lo facilitó todo. En la sopa de papa, su favorita, puse el somnífero y ahí quedó, dormidito, como un inofensivo pajarito.

Arrastré el cuerpo hasta el patio, cerca del lavadero, donde ya había cavado un hoyo lo suficientemente profundo para que el peso de la tierra no le permitiera salir, pero no tanto como para no poder escuchar su agonía. Le amarré las manos a la espalda y también los pies. Lo enterré boca abajo. Después entré a la casa por mi mecedora y la puse cerca de la sepultura, entré nuevamente, me preparé un café y me dispuse a disfrutar del espectáculo.

Después de un par de horas comencé a escuchar los gritos, sus gritos, esos que conocía tan, pero tan bien. Eran inconfundibles, ensordecedores, llenos de rencor y desprecio, aquellos que, tantas veces, habían lacerado mi piel, mie emociones y mi espíritu. Pero poco a poco, eso fue cambiando a algo ahogado, algún tipo de chillido; era musical, casi poético.

Así fue como descubrí mi verdadero talento y, posiblemente, el único: yo había nacido para deshacerme de esos malditos que gustaban de engañar y maltratar mujeres, de convertirlas en zombies hasta desear no seguir vivas. Si se están preguntando si dudé en algún momento, la respuesta real y contundente es ¡no! Por el recuerdo de las mías: en las fosas clandestinas, en hogueras humeantes, en cuartos oscuros de donde solo salen para atender “clientes”, en casas “decentes” donde son sobajadas, golpeadas y violadas, en lotes baldíos donde yacen muertas, por las niñas hechas mujeres a la fuerza. ¡No! No me titubeó la mano ni lo hará jamás.

Paola Licea Cejudo nació en Tenango del Valle, México, actualmente reside en Toluca, México. Graduada de la Licenciatura en Administración y Promoción de la Obra Urbana en Facultad de Arquitectura y Diseño de la Universidad Autónoma del Estado de México.

Candidata a Maestra en Humanidades en la línea de acentuación de literatura y pensamiento crítico

Escribe artículos de opinión en la revista digital “Notas sin Pauta”, ha publicado un par de textos en el gabinete de ensayos Soflama. También colaboró en Diarios de Covid y, recientemente publicó un artículo académico en la revista indexada Critica.cl.

Facebook “@CejudoLicea”; Twitter “@CejudoLicea”; Instagram “Paola.li.7” y YouTube “Los aromas del café”

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