El aplauso enloquecido de los espectadores resonó en mis oídos como un disparo. A través del eco sólo pude percibir la sangre latiendo contra mis tímpanos. La cámara enfocaba el cráneo abierto de… de ella. Un bulto de carne molida le suplantaba la cara. Un pedazo desprendido de su cuero cabelludo flotaba en un charco de sangre. La toma se abrió. Úrsula Golosa celebraba su victoria, todavía con un trozo del rostro de Diana Ricura entre los dientes. Me sorprendieron las lágrimas y un comercial de proteína animal que cortó súbitamente la transmisión.
Desde entonces, empecé a tener problemas para trabajar en las jaulas. Diana era mi mejor amiga: nos conocimos en una jaula privada cuando todavía éramos teens. A sus patrocinadores les gustó verme dominarla, así que hicimos juntas varias peleas «amateur» en espacios públicos. Tardó más tiempo que yo en pagarse los implantes de masa muscular, pero cuando arregló su cuerpo los productores la convirtieron en una estrella, como a mí.
Diana y yo no empezamos al mismo tiempo: yo me fui colocando gracias a los patrocinadores que tuve desde niña, los que me descubrieron en jaulas infantiles. Ella empezó más grande, porque su novio necesitaba dinero. Supongo que le pasó como a otras: pensó que era algo temporal, dos o tres carnicerías y después retirarse con muchas ganancias. Pero casi nunca es así: rápidamente empiezan las inyecciones de hormonas que hacen que salgan bultos en la espalda, las dosis concentradas de esteroides que endurecen la piel hasta partirla, las limaduras en los dientes para que parezcan colmillos y podamos arrancarnos la carne entre nosotras.
Algunas han intentado salirse. Pero casi siempre nos reconocen en la calle, ya sea por las fotos y los videos promocionales o por las deformaciones que se producen con el tiempo en nuestros cuerpos. Se burlan de nosotras, nos avientan botellas, nos ofrecen dinero para atacar a las que van pasando o hasta para pelear en tríos con parejas. Y, si perdemos las paciencia y atacamos, nos despedazan en los noticieros. Muchas esperan hasta tener dinero y poder pagar transporte privado y un buen alojamiento. Ese es el plan de la mayoría de las estrellas.
Diana me platicó que, cuando empezó, creía que las carnicerías eran falsas. Y al principio más o menos lo son. Sólo tienes que insultar a la otra, jalarle el cabello, rasguñarla. Eso es suficiente para los más precoces. Por eso las peleas «amateur» y soft tienen mucha demanda. La prueba de fuego es pelear tú sola contra todo un grupo. No hay una manera falsa de sacarle un ojo a alguien o de fracturarle brazos y piernas; desde luego, no nos pagan lo que nos pagan para nada más fingir que matamos.
La verdad es que, por lo menos al principio, se siente un poco de placer: el placer del poder. Y es normal: quién no se ha peleado con alguien. Pero después hay que tomar pastillas y tratamientos cada vez más fuertes para resistir. Eso sí, ganamos más dinero que en cualquier otro tabajo, sólo por un ratito en las jaulas. Nos regalan departamentos, muebles, carros, viajes… Ni siquiera tenemos que cobrar: los patrocinadores nos mandan propinas muy generosas. Sólo hay que aguantar un poco más. Hay que intentar disfrutarlo.
Claro que vi morir a varias. Me acostumbré a pensar que eran sólo gajes del oficio, lo normal… Pero, después de la muerte de Diana dejé de intentar disfrutar. Hasta empecé a pensar que tal vez las extremistas tenían razón. Procuré que no se me saliera, por supuesto: cada quien tiene que ver por sí misma, como me decían los productores cuando estaba más chica; a la que le va mal es porque quiere. Pero, por más que intenté animarme con sesiones de entrenamiento y shots de adrenalina, no logré reponerme. Me dejaba ganar por las otras estrellas y me empezó a costar trabajo desgarrar a las teens. A los patrocinadores no les gustó y cada vez llegaba menos dinero a mi cuenta.
Dos o tres semanas después, el entrenador me llamó a su oficina. El olor de la sangre de los castings me llegaba a la garganta. Me advirtió que no me volviera blanda, que no me engañara: ahorita las extremistas estaban de moda, pero todo era por la envidia. Todo el dinero que los patrocinadores invierten en nuestros cuerpos… “obras de arte”, dijo. Las demás mujeres, por más que hacen pesas y corren y comen proteína, nunca alcanzan a estar a nuestro nivel. No se puede confiar en ninguna: todas son unas envidiosas, dijo. Y supuse que tenía razón: siempre están protestando contra el trabajo en la jaula. Aunque… sólo nosotras le decimos así, nosotras y los clientes. Y, si la carnicería no era mala, por qué no llamarla por su nombre… El entrenador no me veía convencida. Me dijo que pronto iban a empezar una nueva categoría, todavía mejor que las jaulas de mamás e hijas, y que me iban a considerar para ser de las primeras en participar. Dijo que iba a darnos mucho dinero.
Pero en las siguientes jaulas me empezaron a poner contra grupos o contra teens cada vez más petits. En la mayoría tenía que dominar por ratos y después dejarme ganar. Eso no era buena señal. Las demás empezaron a burlarse de mí, y el entrenador cada vez me tenía menos paciencia. Yo seguía pensando en Diana, en todas las entrevistas falsas que tuvimos que dar antes de pelear, en los masajes que tomábamos juntas para relajarnos después de las carnicerías más fuertes, las pláticas, las compras, las veces que nos hacían reír los patrocinadores cuando intentaban pelear con nosotras, y cuando criticábamos a las extremistas, tan flacas y sin sentido del humor…
Cada vez me costaba más reponerme de las torceduras. Dejé de maquillarme los moretones y de aplicarme los injertos en el cuero cabelludo. No me preocupaba el dinero: mi entrenador debía tener guardado todo lo que yo había ganado. Fui a verlo para preguntarle si le había dado lo de Diana a su hija. Y ahí aprovechó para darme en el cuello con el bastón eléctrico. Me jaló del cabello y me dijo que si seguía haciéndole perder dinero se iba a deshacer de mí como lo había hecho con Diana. Intenté atacarlo y amenacé con denunciarlo. Pero ya otras habían ya cometido ese error. Nadie iba a creernos, todos nos despreciaban. Finalmente me dijo que si seguía llorando por Diana iba a terminar con mi carrera. Después me llegaron sus flores al hospital, con una nota que me recordaba que tenía que cumplir con mi contrato.
Las producciones que me daban cada vez eran de menor calidad: promocionales para enganchar a los mirones y que se suscribieran a los planes más caros. Así, hasta el día que el entrenador me llamó de nuevo y me dijo muy contento que por fin estaban listos para la nueva modalidad. Dijo que era mi oportunidad para levantarme. No me imaginé qué sería: ya hacíamos prácticamente todo lo que podía considerarse legal. Me dijo que tenían permisos especiales para cosas nuevas, que había empresas muy importantes patrocinando. Dijo que el procedimiento podía ser doloroso, pero que me iban a dar mucho dinero. Yo me imaginé que me iban a colocar alguna prótesis extra, pero no tenía idea…
Por esos días hubieron muchas protestas, pero nunca sabíamos muy bien por qué. Hasta donde nos decían, simplemente querían quitarnos los trabajos y ya. Me metieron al quirófano mientras, afuera, las exageradas llevaban carteles con fotos del cuerpo de Diana, el cual habían encontrado detrás de un laboratorio que, por cierto, nos surtía los shots de adrenalina.
Me desperté vendada de la cabeza y los brazos. Me sofocaba un calor terrible y sentía mucho peso en el cuello y en los hombros. Cuando intenté moverme me di cuenta de que estaba sujeta contra la camilla. Me asustó la pesadez que notaba en la nariz. Conforme se pasaba el efecto de los sedantes me ponía cada vez más inquieta. Finalmente, escuché la voz de un patrocinador. Decía que la otra también había salido bien, que el enfrentamiento iba a ser un gran espectáculo. El entrenador le respondía que no se preocupara por las protestas: varios empresarios ya estaban haciendo pedidos de diseños para sus propias esposas y amantes. Entonces me retiraron las vendas. Tardé un momento en comprender que ya no tenía nada encima. Cuando moví el cuello sentí un dolor terrible. Me dijeron que me quedara quieta para no abrir los puntos. Tenía los ojos empañados, como si viera a través de un túnel.
Me llevaron medio sedada al gimnasio. En el camino me dijeron que me iban a tener que dar terapia para poder rendir al máximo con los nuevos implantes. Cuando por fin me pusieron de pie, desnuda y descalza en el centro de la jaula, me vi reflejada en el piso de metal: en lugar de mi rostro encontré el enorme hocico de un jabalí. Lo que pesaba sobre mis hombros era la cabeza del animal y, en lugar de manos, tenía unas afiladas pezuñas. Me tiré llorando, presa de la desesperación. Tuvieron que volverme a cedar para que no arrancara el implante empujándolo con pies y manos por los colmillos.
No se me permitió volver a moverme. El dolor me noqueaba cuando recuperaba, brevemente, la sensación en el cuerpo. Tuvieron que inyectarme fuertes dosis de adrenalina para que pudiera ensayar mis movimientos, y, si no respondía, me electrocutaban con el bastón. Adelantaron el día de la pelea, porque supusieron que no iba a aguantar mucho tiempo así.
Organizaron el evento en un zoológico y, para evitar que las manifestaciones distrajeran a los espectadores, sólo permitieron la entrada de un grupo élite. Para brindarles una mejor experiencia, no colocaron vidrios de seguridad alrededor de la jaula: los entrenadores nos seguirían de cerca para controlarnos. Escuchaba las risas mientras me encadenaban a uno de los barrotes. De frente a las tribunas, habían colocado corrales con crías de diferentes especies: cachorros de perros, de tigres, becerros… Mi primer impulso fue preguntarme, triste y estúpidamente, dónde estarían sus madres. Entonces me di cuenta de que las crías tenían moñitos entre el pelaje, detrás de las orejas. Los invitados les arrojaban pedazos de carne y las acariciaban, divertidos cuando intentaban morderlos o arañarlos. Entendí con horror que sus destinos serían los mismos que el del jabalí cuya carne abrazaba la mía.
La jaula se abrió y empujaron a Úrsula Golosa, la estrella que mató a Diana. Sólo reconocí su cuerpo musculoso y sus piernas ágiles: a ella le habían puesto la cabeza de un oso, garras y un grueso pelaje sobre los brazos y los hombros. La sujetaban con cadenas, como a mí, aunque apenas podíamos movernos. Le habían puesto un bozal y un collar de picos, y su entrenador la jalaba para que saludara a los patrocinadores.
La campana sonó y nos soltaron las cadenas. Los primeros minutos fueron casi estáticos: restregábamos nuestras cabezas y nos arañábamos los brazos como podíamos. En otros tiempos, ya habríamos estado jalándonos el cabello, tiradas en el piso de metal. Los espectadores abucheaban. Sentí el pinchazo eléctrico de la macana de mi entrenador. Empecé a empujarla contra los barrotes. Ella no respondía. Su entrenador le aventó una cubeta con agua. La escuché llorando debajo de la cabeza de oso. Su llanto se confundió con los lamentos de los animales en los corrales y con los aplausos del público. Entonces la sentí levantarse. Me empujó hasta el otro lado de la jaula: su fuerza era muy superior a la que yo tenía. Tardé un momento en levantarme, y cuando la vi, estaba tomando impulso. Al principio pensé que se abalanzaría contra mí y me preparé para el impacto.
Pero Úrsula pasó de largo. De un salto tiró a su entrenador y uso su cuerpo como escalón para brincar afuera de la jaula. Empujó a los guardias que rodeaban la entrada y los estampó contra la barrera metálica. Se arrastró como pudo hasta una jaula llena de oseznos. Una multitud se le iba encima: guardias, entrenadores, guaruras… Los mismos empresarios se habían levantado y no sabían si correr hacia ella o salir del zoológico. Con fuerzas que no supe de dónde saqué, logré saltar también fuera de la jaula. Usando los colmillos del jabalí, arremetí contra todos los que se acercaron hasta que pude llegar junto a Úrsula. Ella a penas había alcanzado a sacar a dos de los tres oseznos que estaban en el corral. Embestida tras embestida, perforé costillas y pulmones: a mi alrededor se desangraban mi entrenador y varios patrocinadores. Sentía los disparos estamparse contra la cabeza del jabalí. Me puse en manos y rodillas para proteger mejor a Úrsula. La sentí salir corriendo, detrás de los oseznos. Por fin, uno de los disparos me dio en el ojo y me estampé de espaldas contra los corrales. A lo lejos se escuchaban los gritos de las exageradas: la manifestación se acercaba. Los disparos resonaron en mis oídos, como en otro tiempo resonaron los aplausos. A unos metros, la piel de oso Úrsula se iba empapando de sangre. Lo último que vi fue a los oseznos corriendo entre los árboles.

Andrea González. Practicante de cartomancia y secretaria certificada. Estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Autodidacta de artes manuales como tejido y bordado. Redactora para Bodas.com.mx desde el 2014. Eterna principiante del oficio de contar historias, empezó a asumirse como escritora después de 15 años de escribir cuentos. Actualmente interesada en desarrollar al máximo sus aptitudes y en establecer relaciones sororas.
Twitter e Instagram: @perfumeytinta