Casandra era una escuálida niña de once años, con tristes ojos de color marrón. Sus manos lucían resecas y las quemaduras de los brazos denotaban que medio había aprendido a cocinar en un brasero. Pero bajo su lacia cabellera crecía una imaginación desbordada.
Susana, su madre, salía todos los días a trabajar en lo que podía. La amargura era el traje habitual que ella portaba. No tenía estudios, pero sí cuatro hijos y ninguno de sus padres le ayudaba a mantenerlos. Fue una mujer muy linda, sin embargo la decepción superó a la inocencia. Se ilusionaba grandemente con cada hombre que se acercaba a ella. Solo disfrutaban su aroma sus caricias y se marchaban. Ahora se notaba ojerosa, agotada, enferma. Los ojos, con un dejo de tristeza y enojo, y la mandíbula apretada habían dejado arrugas prematuras en su rostro.
A Casandra le asignó la labor de cuidar a sus tres hermanos menores: Luis, Martín y la pequeña Mariela, que se entretenía jugando con una muñeca rota. Los niños dormían juntos en una cama. Ella no entendía el porqué de tantas tareas en casa siendo tan pequeña. Sin embargo, obedecía y era amorosa como cuidadora.
Una tarde, fue necesario salir de casa de forma urgente, mamá no regresó y desde un día antes, no habían probado bocado. Los más pequeños le pedían de comer, y la despensa estaba vacía.
Se puso un vestido presentable, huaraches y pidió a sus hermanos que no salieran de casa, ella buscaría a mamá. En la desesperación no midió el alcance de sus palabras. ¿A dónde iría? Tal vez mamá habría ido con alguno de sus tíos. Ellos vivían lejos y no tenía monedas para el camión. El ruido de hambre en el estómago y dolor en su vientre le dieron ánimos para empezar a caminar.
Como a Casandra le gustaba imaginar cosas, empezó a fabricar un mundo de fantasía en el cual se refugiaba. Para no sentirse agobiada por la distancia del peculiar paseo que emprendería, ideó que sus pasos la llevarían hacía una montaña encantada, distante, pero no importaba, ella llegaría.
Durante una hora de camino fue imaginando que a su paso encontraba conejos, ardillas, venados y aves. Fijaba la vista en algunos árboles y escuchaba el canto de los pájaros. Cuando llegó a casa del tío Daniel, este la recibió de forma ruda: —¿Qué haces aquí? —Busco a mi mamá. No llegó a dormir, y mis hermanitos y yo tenemos hambre. Su tío apretó los labios y las arrugas en su frente se marcaron.
—Toma este dinero, ve y compra algo para que coman. Tu madre no ha venido. Ten cuidado en el camino. Y cerró la puerta.
—Gracias, tío.
Casandra llegó a la parada. Cuando subió, el camión arrancó con rapidez, y cayó golpeándose en brazos y piernas. Se levantó adolorida y fue a sentarse en el lugar más próximo. Cuando reconoció el lugar de bajada, tuvo cuidado en agarrarse bien del pasamanos y bajar la escalerilla con precaución.
Llegó a la tienda de paso. Compró carbón, manteca en un pedazo de papel, pasta para sopa, jitomates, cebolla, una lata de sardina, tortillas y cerillos. Apenas podía con la bolsa. Ya en casa, de inmediato prendió el brasero y empezó a preparar los alimentos. Después de un rato, todos comían contentos. La sopa había quedado aguada y la sardina aumentó su volumen con el jitomate y la cebolla, de modo que alcanzó bien para cada plato.
Terminaban de comer cuando llegó mamá. Ya casi era de noche, ella se acercó arrastrando los pies, con un pollo rostizado en la mano. Los niños se arrimaron a comer otro poco todavía. Casandra, en cambio, se retiró lentamente. Mamá lo notó y la llamó. Con temor, caminó hacia ella y le respondió mirando hacia el piso: Mande, mamá.
—¿De dónde sacaste dinero? ¿Pediste fiado en la tienda?
—No mamá, fui a buscarte con mi tío Daniel, y él me dio dinero. Mis hermanos y yo teníamos mucha hambre. ¿Dónde estabas?
—¡Estúpida!, ya fuiste a ponerme en mal con tu tío. Ahora cuando lo vea, me va a regañar por tu culpa — Y al terminar la frase, cruzó el rostro de Casandra con una bofetada. La niña se tocó la mejilla ardiente y corrió a su cama, se metió debajo y lloró hasta quedarse dormida.
En sueños, Casandra cruzó el portal que había fabricado en sus fantasías. Por esa puerta entraba a un lugar seguro. En esta ocasión todo fue diferente. Era de noche, los árboles mecían sus ramas y aves nocturnas ululaban con el viento. La luna se había escapado en sus viajes planetarios y esa noche no iluminaba el universo de Casandra.
Empezó a caminar con pies descalzos sobre las alfombras de hojas multicolores extendidas a lo largo del camino. Piedrecillas y tierra se encajaban en las plantas de sus pies y ella, animosa, caminaba buscando un espacio que le brindara paz y protección; el abrigo que en sus noches de invierno le quitaba la frialdad del alma.
La inundó una tristeza inmensa. Sentía que su soledad ni siquiera tenía sombra. Pensó lo fácil que terminaría todo si acababa con su miserable vida. Como en otros sueños, el cuchillo de la cocina apareció en sus manos. Se recargó en el tronco de un eucalipto. El aroma que desprendían el árbol y sus hojas la fueron tranquilizando. Miró uno a uno los árboles en la oscuridad que formaban figuras terribles, y, aun así, le parecía mucho mejor estar ahí que regresar a casa.
¿Y si se quedaba? ¿Y si ya no volvía? Mamá ya no se enfadaría de tener una hija inútil y desobediente, como ella decía. Sus ojos marrones se fueron cerrando, aspirando el frescor de la noche con los aromas embriagadores que cada árbol exhalaba. Así permaneció por largo rato.
El crujido de las hojas por las pisadas la sorprendió. Asustada, buscó con la mirada el lugar de donde venía el rumor. Una figura imponente y gruesa se perfiló a lo lejos. Cargaba un hacha y su paso decidido le hizo creer que el gigante venía en su busca. Los vellos de su piel se erizaron, trató de gritar y ningún sonido emitió su garganta. Se sintió acorralada, el desamparo la sorprendió. Solo atinó a sentarse, apretar las rodillas con los brazos contra su pecho y agachar la cabeza. El largo cabello le tapó la cara. Ya no quiso mirar ni sentir. Tal vez era tiempo de morir, de dejar de llorar, de sufrir. Se cubrió los oídos, ya no quería escuchar, el mundo que en otros días había sido un paraíso, hoy era un lugar que la aterraba. ¿Dónde estaba todo lo hermoso que ella había creado?
—¡Casandra, Casandra!, ¿dónde estás? —gritó su madre.
La niña no quiso responder. Apretó el mango del cuchillo y se incorporó. Se defendería del gigante, de su madre, de la oscuridad, los miedos, su desamparo… Y empezó a dar tajos, una y otra vez sin importarle lo que pasara. Ella estaba cansada, cansada de no tener una caricia, un beso, un abrazo.
La sangre empezó a correr, mojando su ropa. La sintió húmeda, pegajosa. Levantó la mano y la vio ensangrentada. Gritó, lloró fuerte. Miró a un lado y a otro buscando al herido, a la muerta. No había nadie, solo oscuridad. No entendía lo sucedido. La invadía una confusión que le aceleraba la respiración y empezó a sentir los latidos del corazón en las sienes.
De pronto, sintió el jaloneo de una mano que con fuerza la arrastraba. Era su madre que la estaba sacando de debajo de la cama. Apenas había pasado un par de horas desde que se quedara dormida.
La sangre en su ropa y mano estaba ahí. Entonces, ¿qué sucedió? Miró con terror a mamá, buscó en todo su cuerpo, necesitaba cerciorarse, ver si la había lastimado. No tenía nada.
Sorprendida, la madre le gritó: — ¿Qué hiciste? ¿De dónde estás sangrando?— la revisó toda, encontró moretones, golpes y finalmente notó de dónde venía la sangre. Fijó su mirada en los ojos de Casandra y le dijo: ¡qué enfado, tendré que cuidar que no te hagas una golfa! Ve a bañarte. Ponte esto y cámbiate, no quiero que tus hermanos te vean. Y le dio algo parecido a una almohada del tamaño de la palma de su mano.
Casandra no entendió nada, ¿qué había sucedido? Entró al baño, abrió la regadera y dejó correr el agua por su cuerpo. Asustada vio como escurría sangre de la entrepierna. Su madre no dijo si la llevaría al médico y ella temía preguntar algo, no quería otra bofetada.
Con temor, empezó a secarse. Tomó la toalla sanitaria y no supo cómo ponerla, la acomodó entre las piernas y se puso la pantaleta, aquello se movía. Descubrió que tenía un pegamento al quitarle el papel. Primero puso esa parte contra su vulva, pero no podía caminar y el pegamento se adhería a los vellitos que ya habían nacido en el pubis. Por fin la acomodó y pudo sentirse menos incómoda. Se asustó cuando por la mañana descubrió que continuaba el sangrado. Alguien debía ayudarla, pero el miedo la impedía para preguntar.
Aún indecisa, salió a la calle y preguntó a María, la tendera. Ella sonrió y la felicitó como si fuera su cumpleaños. Le explicó que ese suceso lo tendría por tres, cuatro o tal vez cinco días cada mes. Que eso solo era el principio de muchos cambios en su cuerpo; le crecería el busto, se haría más alta, le saldría más vello en pubis, axilas y tal vez en las piernas. Sería una linda señorita. Además le obsequió un paquete de toallas. —Creo que te alcanzará para estos días. Y si luego no tienes, ven y búscame, te puedo fiar, ya después me pagarás.
Casandra se fue a casa y no sabía si reír o llorar. La noticia le sacudió varias emociones. La amabilidad de la señora María la sorprendió y confortó. Cuando le explicó pacientemente todo el proceso, la chica lloraba de alivio. Respiró profundo. Por fin podía preguntar sus dudas a alguien que cariñosa y condescendiente, le respondía.
Se dispuso a limpiar debajo de su cama, seguramente había restos de sangrado. Al recorrer la cama para limpiar con agua y jabón, allí estaban el cuchillo de cocina y el hacha del gigante.

Rita Sequeira. De Guadalajara, Jal., Maestría en Hipnoterapia Ericksoniana y Terapias Estratégicas. En 1995 concursó en una convocatoria de la revista Marie Claire con el cuento “No pasa nada, mijo todo está bien”, quedando finalista y del cual recibió premio económico, diploma e invitación a seguir escribiendo. Sus cuentos se han publicado en Sogem en 2013 y 2014. Y sus poemas aparecen en las antologías Entre tintas tinto VI y VII. En 2018, publicó Sin complicaciones, un libro de cuentos cortos y poemas.