La mañana en que Amparo encontró una mancha roja en su ropa interior, entendió que su vida cambiaría para siempre. Cuando le platicó a su madre Amelia, esta le otorgó un abrazo más de pesar que de alegría. Con trece años, Amparo aceptó a la fuerza que, a partir de ese momento, tendría que pasar encerrada en un cuarto pequeño los días que durara su suciedad, alejada de sus padres y hermanos.
Ese recuerdo lo llevaba presente mientras viajaba de regreso al pueblo que la vio crecer después de quince años fuera. No le daba alegría volver, pero llevaba en la mente dos motivos muy importantes, y el primer motivo le carcomía el corazón desde que partió.
—Hum, mamá, ¿falta mucho para llegar?
La voz de su hija Alicia despertándose hizo que Amparo saliera de sus recuerdos. Al enviudar, aquella niña ahora hecha adolescente se convirtió en su prioridad y al mismo tiempo en motivo para huir de Santa Rita. Esa muchacha era la segunda razón para volver debido a que Alicia heredó de su madre la misma inmensa curiosidad, por lo que se ilusionaba por conocer sus orígenes.
—No, amor, ya estamos cerca.
El autobús se estacionó en una parada rústica; un enorme letrero tan viejo como el mismo pueblo daba la bienvenida a Santa Rita. Amparo tragó saliva al poner los pies en su tierra. Sin embargo, debía mantener la postura ante Alicia, quien estaba sorprendida de que el pueblo no coincidiera con lo poco que le contó su madre.
Mientras caminaban a la casa de doña Amelia, notaron a mayor detalle el deterioro: las calles antes cargadas de algarabía ahora permanecían casi desiertas a excepción de uno que otro señor ya grande. Los parques infantiles se veían deplorables al no tener ningún niño que los usara. Lo que más impactó a Alicia fueron los ranchos abandonados que solamente se acompañaban de las osamentas animales.
Dos hombres de mediana edad no dejaban de observarlas. Para ellos, que dos mujeres caminaran sin la compañía de un hombre era incorrecto. “Sí, algunas cosas nunca cambian» pensó Amparo. Gracias a que aún era una niña de pecho cuando salió del pueblo, aquel comportamiento era muy inusual para Alicia, quien creció en un entorno y educación totalmente diferentes.
Empezaba a atardecer cuando llegaron a su destino; Amparo estaba más nerviosa de ver a su madre que a su padre, no obstante, sintió un alivio al distinguirla sentada en el marco de la puerta. A pesar de que Doña Amelia empezara a tener problemas visuales, reconoció casi de inmediato a la hija pródiga. En un solo abrazo se presentaron todas las muestras de amor acumuladas durante quince años. Tras algunos minutos, la anciana se dirigió a la muchacha.
—Tú debes ser mi nieta, ¿verdad? Ya eres toda una mujer.
Aquellas palabras hicieron que Amparo temblara internamente: las mismas con las que a los trece años la condenó su padre mientras la encerraba con su inmundicia roja en el cuarto chico, ser mujer nunca fue un halago. En Santa Rita la única sangre femenina que daba orgullo era la derramada en sábanas blancas durante la noche de bodas.
Ajena a las viejas costumbres, Alicia respondió afirmativa y orgullosamente con un abrazo. Ella amaba a su abuela, aunque no la recordara y lo único que le importaba era que la tenía frente a frente.
— Tu padre está muy enfermo, ya no puede levantarse. Creo que es inconveniente que lo visites ahora, no te ha perdonado.
— No se preocupe, nos quedaremos en la posada. —De todas formas, su padre no era parte de los propósitos del viaje.
—¿Por qué ya no vistes las prendas de la viudez? — Le reclamó Amelia.
—Madre, usted sabe que yo jamás le pertenecí a ningún hombre.
Doña Amelia se asustó con esa respuesta, pero la aceptó. Algo que jamás olvidó de su hija fue la terquedad, quizá por eso con ella se atrevió a romper varias reglas.
Aunque no asistiera a la escuela, Amparo nunca dejó de estudiar. Durante los días que duraba la menstruación su madre se encargaba de pasarle libros en secreto. Antes de casarse ya tenía conocimiento en varias ciencias, incluso en las que muchas personas acuden cuando de verdad están desesperadas. Pronto los libros con información prohibida se volvieron sus predilectos y bajo callada complicidad, madre e hija supieron ocultarlos de los hombres de la casa.
Empezaba a anochecer, las tres mujeres conversaron un rato más antes de despedirse, con la promesa de volverse a encontrar antes del regreso. Si a la luz del sol Santa Rita era deplorable, de noche era más crudo. Alicia percibía un vacío, pero no lograba saber en qué. Conforme se acercaban al hospedaje, el remordimiento se acumulaba en Amparo “¿cómo podré confesarle a mi madre que todo esto es culpa mía?”.
Pronto llegaron al mesón; cuando hablaron con la encargada, Alicia lo captó: era la única mujer que habían visto desde su llegada, aparte de la abuela. Dolores, que tenía unos años más que Amparo, se mostró feliz por reencontrarse con su vieja amiga y tener clientela por primera vez en meses.
—¿Qué ocurrió con este lugar? – Amparo sabía la respuesta, pero prefirió que Dolores lo contara.
—Pues… comenzó cuando nos llegaron los rumores que la hija del alcalde estaba embarazada. El escándalo fue grande, luego el médico confirmó que la niña era casta, pero ya entonces… todas estábamos igual.
—¿Igual? ¿Qué quiere decir usted con igual?
—Eh… pues, lo que siempre tenemos cada mes… tú me entiendes niña. — La encargada tartamudeó y quedó ruborizada.
—Todas dejamos de menstruar, incluso yo- respondió Amparo con toda seguridad— maldita sea, odiaba que no fueran capaces de nombrarla. Dolores, ¿por qué no te fuiste cuando lo advertí?
—Porque el último deseo de mis padres fue cuidar esta posada y no podía dejarla. De todas maneras, ya tenía tres hijos varones y esto… sirvió para que no tuviera otro más.
Amparo pudo comprenderlo. Mientras que su hija era razón para partir, en el caso de Dolores sus hijos la motivaban a quedarse.
—¿Cuántas quedan, Dolores?
—Si las cuento, me sobrarán dedos de las manos, pero donde quiera que se hayan ido las otras, estoy segura que son más felices que aquí.
No hubo más para platicar, Amparo prefirió despedirse junto con su hija para descansar. Al retirarse a la habitación, Dolores le dedicó una mirada cómplice. Aquella plática le trajo más confusiones a Alicia, quien no comprendía por qué se tenía tanto miedo de temas que para ella siempre fueron normales.
Despertaron temprano en la mañana del día siguiente, esta vez Amparo sirvió como guía de turista para Alicia. Recorrer cada calle del pequeño pueblo la sumió en gran nostalgia, amaba el lugar donde nació. Si la mitad de la fertilidad no regresaba, probablemente el pueblo sería condenado al olvido.
Entraron a la capilla donde Amparo se casó diecisiete años atrás. Su padre no dudó en concertar el matrimonio con un militar cuando este empezó a pretenderla. Los ruegos y súplicas no importaron y el día de la boda tuvo que tragarse las lágrimas con maquillaje, así aprendió a ocultar sus emociones. El recién casado no dudó en presumir con sus amigos las sábanas marcadas de carmín. No tuvo la misma emoción al engendrar una niña.
Dada la posición en el ejército que ocupaba, solía ausentarse días y hasta semanas. La versión más aceptada de su muerte fue un ajuste de cuentas en el cuartel. El funeral fue con honores, digno de un servidor de la nación. A partir de ese momento Amparo debía vestir las prendas negras toda la vida. Se juró a sí misma que la niña que amamantaba nunca pasaría las penurias ni la vergüenza que ella vivió.
Cayó la noche y con ella, la tristeza de un lugar abandonado. Era curioso, los hombres rondaban más en aquellas horas que en la mañana, lo cual de nuevo incomodaba mucho a las dos mujeres en el regreso a la posada; optaron por ignorarlos, así como aprendieron en la ciudad.
—Mamá, desde que llegamos, noto una gran preocupación en tus ojos, ¿qué sucede? ¿Hay algo que yo no sepa?
Toda la vida Amparo quiso ocultar el pasado para que su niña no sufriera, pero merecía saber la verdad y el momento había llegado, de alguna manera rezar en la capilla le dio las fuerzas necesarias. En pocas horas Amparo le contó todo lo que no se atrevió a decirle en quince años: el primer sangrado, el cuarto chico, la vergüenza de su sexo, la mancha roja en el lecho nupcial… de nuevo tragó sus lágrimas, sería la última vez que lo haría.
—Hay una cosa más que debes saber Ali, pero ten paciencia, te enterarás mañana
En la noche del tercer día volvieron a visitar a Doña Amelia, de nuevo la encontraron sentada en la terraza, como si estuviera esperándolas. Esta vez las invitó a entrar, el padre dormía profundamente. Amparo tomó un fuerte respiro y le pidió a su madre mucha atención, para lo que iba a revelar.
Cuando decidió partir de Santa Rita y comenzar de nuevo, recordó que ella no era la única víctima, que a más niñas las encerrarían en cuartos chicos, que muchas jóvenes serían humilladas con sábanas manchadas. Ninguna mujer se merecía vivir esto. Pronto recuperó todos los libros leídos antes del matrimonio y decidió prestar especial atención a los que se enfocaban en las ciencias ocultas, las mismas asociadas a muchas mujeres calcinadas en la antigüedad. Después de escudriñar día y noche cada página, supo lo que tenía que hacer.
Tres semanas antes de la menstruación siguió una estricta dieta vegetariana: la sangre debía ser pura, sin las cargas de otras vidas. En los últimos tres días tomó ayuno completo, solo bebió agua: el cuerpo debía purificarse. Al mismo tiempo situó estratégicamente velas en la frontera del pueblo, una por cada esquina, las cuales encendía todas las noches: el daño no debía traspasar las murallas. Trató de advertir a cada mujer que conocía lo que se avecinaba, “cuando veas que las cosas empiezan a ir mal, huye de aquí con toda la familia que puedas llevarte”. No importaba quienes hicieran caso, la suerte había sido echada.
Con mucha paciencia logró recolectar buena parte de su sangre liberada el primer día. Regresó a las esquinas y mientras recitaba en murmullos varias palabras en lenguajes desconocidos, apagó la luz de cada vela con el líquido carmesí, teniendo cuidado de no ser descubierta. Esa noche hubo luna nueva.
Hasta el día que regresó no supo el alcance total del poder que esparció. Al principio muchas mujeres fueron golpeadas por deshonrar sus hogares, pero pronto los hombres se dieron cuenta que algo estaba mal cuando las hembras de otras especies también se volvieron estériles. Lo más macabro fue contemplar como el ganado se llenaba de crías muertas en abortos espontáneos.
Las primeras personas en irse fueron los matrimonios jóvenes, quienes ya cuestionaban las costumbres locales. Siguieron las madres que escapaban con sus niños y a lo último, niñas púberes con la ayuda de sus madres que no pudieron separarse de los esposos. Solamente quedaron ancianas y mujeres temerosas del mundo exterior, las mismas que con el pasar de los años se arrepintieron.
—Madre, por favor perdóneme, suplico su perdón, yo nunca quise que esto pasara.
Amparo se desplomó y lloró desconsolada de rodillas, Alicia se mantenía callada tratando de asimilar lo que escuchó. Pasaron varios minutos en los que el único sonido presente era el sollozo. Doña Amelia, con todo el orgullo de señora, se acercó a su hija y contemplándola, le dio un beso en la frente.
—¿Por qué crees que te dejé acercarte a esos libros? Esto… es lo que más deseaba en mi juventud y jamás me atreví. Hija, salvaste a muchas mujeres. Gracias.
El silencio reinó, Amparo ya no lloraba, un alivio le llenó el alma, la tranquilidad de que su madre aun fuera su gran aliada.
—Mamá, venga conmigo, me haría más feliz tenerla cerca de mí.
—Tu padre está moribundo y no puedo abandonarlo. Aun así, no dejes de buscarme, para que cuando sea el momento ideal sepa hallarte.
Amparo lo aceptó, para algunas personas es más difícil liberarse de sus cruces.
Un aura de esperanza rodeaba a Santa Rita mientras esperaban el autobús de regreso a la ciudad, Doña Amelia decidió acompañarlas a la parada.
—Mamá, ¿crees que algún día regresemos? – Preguntó Alicia delante de su abuela.
—Yo creo que sí mi niña. Además, esa próxima vez nuestro viaje se sentirá más ligero, ya lo verás.
El camión llegó. Antes de subir, las tres mujeres se fundieron en un abrazo y entre lágrimas de auténtica alegría y encomiendas de amor, mantuvieron la promesa de volverse a encontrar.

Esli Safir Romero Flores. Soy una mujer campechana nacida en 1997. Estudié Ciencias de la Comunicación en el Instituto Campechano y recibí mi título con Mención Honorífica. A través de los años he perfeccionado otra de mis pasiones: la escritura, por lo que obtuve algunos premios literarios en mi estado. Mi meta es publicar un libro de mi autoría.