De niña, los tampones y las toallas femeninas me eran objetos extraños. Mi madre alguna vez se tomó la molestia de mostrarme cómo se ponía una de esas cosas. Tendría unos nueve años cuando me llamó y me dijo que tenía que aprender algo importante. Me enseñó una especie de pirulí, con su envoltura rosa, y de ella sacó un delgado algodón largo que después introdujo lentamente en su vagina. Dejó por fuera un hilo que, me explicó, serviría para sacarlo. No entiendo, le dije, ¿eso se deja ahí?, ¿qué pasa si se te va para adentro? Mi madre me dijo que eso no sucedería. Tomó el hilo con el índice y el pulgar y jaló hasta que salió. Estaba un poco abultado, lleno de sangre. Parecía una extremidad miniatura. No supe qué decir y salí corriendo.
Un par de años más tarde me mostró una toalla femenina. Hasta poco antes pensaba que los anuncios de toallas que pasaban en la televisión eran sobre productos de limpieza, por su tono azulado embarrado en una textura suave y blanca. Miré cómo lo envolvió en su calzón y me dijo que eso era todo. No tarda en llegarte, dijo mientras acariciaba mi rostro. Le conté que un par de amigas había empezado a menstruar meses atrás. Ella sonrió.
Cada tanto me preguntaba si no me dolía la barriga o si ya había sentido las punzadas que anunciaban la llegada de Andrés, como le gustaba llamarlo. Yo no le contestaba o hacía una mueca que lograba retener un tiempo su insistencia.
Llegué a la preparatoria sin haber utilizado ninguno de esos productos. Mis amigas hablaban de los cólicos, de las manchas en la ropa en lugares públicos y de los trucos que habían aprendido de sus madres u otras amigas. Yo sólo podía pensar en el tampón de mi madre, lo recordaba como un parto incompleto, una extremidad de un bebé malformado en el basurero. ¿A ti todavía no te baja, verdad? Yo no respondía, pero algo se me enterraba en el estómago al escucharlas.
Mis amigas me comentaban cómo llevaban el conteo exacto de su ovulación, sabían los síntomas de memoria. Me hablaban de su dolor de senos, de sus llantos y enojos. Pero cuando se coordinaban yo era una intrusa, parecía que mi sola presencia arruinaba su complicidad.
Tiempo después la situación comenzó a inquietarme. No me quejaba de que aún no hubiera llegado, pero algo me molestaba en el vientre. Me irritaba. Mi madre dejó de insistirme. La última vez le había gritado que me dejara en paz y que si tanto quería que sangrara era más fácil si me pasaba un cuchillo. Desde entonces nuestras pláticas se redujeron a cómo estaba el clima.
Una noche, mientras dormía, sentí cómo algo picoteó en mis adentros, cerca del vientre. Desperté confundida. Fui al baño pensando que quizá había llegado el día, pero nada. Durante cinco días hubo golpeteos constantes. Después pararon y todo continuó normal.
No le conté nada a mi madre. Supuse que era una especie de primera llamada. Así que solo me quedaba esperar. El siguiente mes, justo en luna llena, los picoteos regresaron. Eso de los ciclos lunares me había parecido un cuento de hadas. La conexión entre la sangre, el mar, la luna y la naturaleza se me hacía una mera fantasía inventada por las madres que deseaban que sus hijas se sintieran bien con eso que normalmente llamaban pecado. Y, sin embargo, ahí estaban los golpeteos en armonía con la luna. Yo me hacía la desentendida, no volteaba a verla, porque hacerlo significaría aceptar esa idea.
El mes siguiente, o lo que llamé la tercera llamada, sentí como si alguien tocara alguna puertecilla inserta en mi barriga: primero con pequeños golpes y después con piedras porque no le abrían. Durante tres noches me revolqué en mi cama. Después comenzaron los arañazos. Algo me rasgaba el útero, las paredes vaginales. Tomé pastillas para cólicos porque en mi mente escuchaba las palabras de mi madre: te va a doler.
Pero no cesó. Me dolía tanto que en el delirio me metí algunas cosas para succionar lo que fuera que me torturaba de esa manera. Una botella con un orificio por debajo, porque había leído que podía hacer vacío. También, un gancho para tejer porque una amiga me contó que así había abortado. Aun así, aquello no salió, ni siquiera una gota de sangre. Sabía que por dentro de mí algo se estaba pudriendo. Lo único que quería era limpiarme, que todo saliera. Empecé a percibir un olor a metal de entre mis piernas. Entonces introduje un dedo lo más adentro que pude. Llegué a tocar algo que no era piel, algo rasposo. Al sacar mi dedo vi un puntito de sangre en la yema, casi imperceptible, pero ahí estaba.
Recordé el hilillo que mi madre había tomado de entre su vello para sacar el tampón. La vi jalándolo muy lento hasta sacar esa esponjilla, rojiza y gruesa. Sentí miedo. Poco a poco volví a introducir dos dedos en mí para hacer una pinza que pudiera ayudarme a sacar lo que fuera que me estaba impidiendo sangrar. Encontré, muy adentro, aquello que había sentido antes, pero ahora húmedo. Al tacto parecía un pelo. Comencé a tirar de él. En mi vientre una cosa se revolvía cada vez que jalaba; se aprisionaba y me rozaba por dentro.
Pude ver algo negruzco salir de mi vagina. Seguí jalando. Contuve la respiración mientras pujaba. Sentía cómo mi vagina se abría para expulsarlo. Lo vi. Era tan grande como un sapo y tan oscuro como el recuerdo de cuando después de los diez me lo metí para no sangrar jamás.

Ruth Miraceti Rojas Jiménez estudió Comunicación en la Universidad Iberoamericana-Puebla, la maestría en Literatura Mexicana y el doctorado en Literatura Hispanoamericana, ambos en la BUAP. Fue becaria del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (Pecda), Puebla, 2019, en la categoría de cuento. Actualmente trabaja como correctora de estilo, editora y redactora freelance.
Un tema complicado, de esos que hace algunos años era tema de pláticas discretas. El relato camina con agilidad, sencillez y estilo. Siento el final confuso. Tendré que rumearlo más. Abrazo grande.
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