Abrí la puerta lo más rápido que pude. Salí al patio con la cara totalmente manchada de ceniza negra. Tenía la vista nublada pero afortunadamente pude ver con claridad hacia donde encontraría la salida.
En la calle la gente se empezaba a juntar. El incendio cobraba fuerza entre las casas. Todos permanecían observando pasivamente, como en un estado catatónico ante el impacto de ver tan feroz y ardiente escena.
Ahí estaba Valentina en la banqueta. Observando también. Mi vecina de toda la vida. Con quien crecí jugando primero a las muñecas y después a la botella. Mientras algunos amigos iban y venían de mudanza al vecindario, nosotras permanecimos. A veces en los barrios las familias echan una raíz tan profunda que traspasa al interior de la tierra. Como un ancla en el lugar de origen para siempre.
Son muchas anécdotas que nos conectan, como la vez del escape en el auto de su papá mientras dormía la siesta. Éramos unas adolescentes deseosas de aventuras. Valentina, siempre más inquieta. Conformábamos una dualidad donde me tocaba poner la razón de todas las cosas que se le ocurrían. Pero así nos llevábamos muy bien, reíamos a carcajadas cuando podíamos hablar en clave de nuestras odiseas y nos divertía ver las caras de interrogación de los que nos escuchaban. Era como un dialecto propio diseñado a través de los años.
De ella aprendí a cuidarme de los muchachos y todas esas palabras mentirosas que te dicen para conquistar. Sus consejos me salvaron de cometer tonterías que quizá me habría arrepentido mucho. Así crecimos, así pasó el tiempo con nuestra rarísima interacción de regaño-consejo.
Pero esa tarde el fuego consumía nuestras casas. Yo estaba sola cuando escuché un crujido de hojas. Me levanté y fui a la cocina. No eran hojas crujiendo, era la madera del techo envuelta en llamas que cada vez se hacían inminentemente poderosas.
Rápidamente traté de llenar unos botes con agua, cómo iba a saber que eso alimentaría la potencia del infierno. El techo comenzó a caer mientras todo se cubría de humo y cenizas volando como nieve oscura de un invierno maldito.
Ya no podía ver y tropezaba por todos lados. Sentía que las manos me comenzaban a arder mientras esquivaba desesperada los objetos humeantes. Toqué la chapa que finalmente pude abrir para escapar.
Un solo instante más y creo que me habría convertido en un abono de ceniza depositado en la raíz de esta casa. No era mi tiempo, creo, tampoco el de Valentina de no ser por su estúpida forma de ver la vida.
Todavía agitada por el susto me acerqué a ella. Me limpié la cara con mi playera y pude ver desde enfrente las llamaradas que evocaban una sinfonía de chasquidos en seco, como un despido de recuerdos que se reducían a nada. Permanecimos de pie en silencio. Yo volteaba a verla de reojo para captar algún tipo de expresión en su cara pero no, no había ninguna aflicción, más bien parecía tener una mirada de alivio.
No me aguanté más y le pregunté:
—¿Estás bien?
Contestó con un seco sí.
—Valentina dime la verdad, ¿qué pasó con esto? ¿Tuviste que ver?
—¿Tu qué crees? Volteó a verme burlona.
—Es que, últimamente te andas juntando con esos chicos tan diferentes a ti y siento que te han metido muchas ideas en la cabeza. ¿Te diste cuenta de lo serio que es esto?
—Era la única forma de borrarlo todo.
—¿Qué quieres borrar? Siempre has tenido todo, tus padres se esfuerzan por darte lo mejor y además… —me quede callada. De pronto me di cuenta que ahí estaba otra vez dando un sermón innecesario.
—¿Otra vez me vas a regañar? ¿Tantos años conviviendo y aún no te diste cuenta de quienes son las personas que me criaron? ¿Todavía no sabes por qué nunca están en la casa y cambiamos de auto tan seguido? ¿No has visto cuando llegan y sacan paquetes grandes de la cajuela que a veces gotean sangre? ¿Nunca viste el refrigerador con candado que tienen dentro de su propio cuarto? ¿Te habías fijado que de repente vienen personas con atuendo médico y una hielera? No amiga, no te deseo que veas lo que yo vi todos estos años.
—¿Y me vas a pedir que me quede callada? —pregunté todavía impactada por su respuesta. Su mirada cambió a tristeza. Solamente asintió.
—No te puedo decir más, ya vienen por mí.
Un auto se detuvo a nuestro lado, bajaron dos hombres de piel pálida, cabello negro engomado hacia atrás y unas enormes botas militares. Con un gesto asintieron hacia el lado de Valentina. La tomaron del brazo gentilmente, ella no opuso resistencia. Se subió y desde el asiento trasero me volteó a ver justo al arrancar. Agitó su brazo y en sus ojos vi una despedida sin posibilidad de retorno. Me quedé pasmada. La sirena del camión de bomberos me volvió a la realidad.
Mi casa ardía totalmente. Me di cuenta que el inicio del fuego no había sido conmigo. La casa de Valentina se consumía mientras el abrazo de las llamas alcanzaba a llegar a todo alrededor. Sonó mi celular. Eran mis padres, alguien de los vecinos les había notificado. Me reclamaron el no haberlo hecho yo primero. Pero yo no podía. Esto era algo surreal que mi mente todavía no procesaba.
Me hubiera gustado que Valentina me dijera todo. Tenía mucho tiempo que la escuchaba decir que un día todo iba a desaparecer, hasta ella. Sabía que sus padres no tenían tiempo para cuidarla, que el trabajo absorbía sus vidas mientras hacían un intento desesperado por aparentar que eran una familia normal. Nunca me imaginé la realidad de sus actividades y que mi amiga sufría tanto en ese lugar.
Pocas veces tuvimos conversaciones profundas sobre esto, ella evitaba el tema y yo lo entendía. Simplemente fluíamos en tonterías para vivir el momento.
Poco a poco los nuevos amigos gamers se habían convertido en su familia y la había ido perdiendo. Pasaba horas jugando en línea con ellos. Su obsesión por las emociones extremas ayudó a que la convencieran de colaborar en un proyecto clandestino para recrear vivencias reales sacadas de los videojuegos de batallas y bombardeos. ¿Por qué tenía que involucrarse con ellos?
Esto me lo había confesado cuando descubrí en su bolsa una cantidad exagerada de encendedores y objetos inflamables. Sería algo así como el “Juego del calamar” en versión de enfrentamientos con explosiones reales. En el bajo mundo de internet ya había una comunidad muy grande de seguidores y patrocinadores. En aquel tiempo yo me reía de estas ocurrencias sin darme cuenta de la seriedad en su rostro.
Sabía que contaba conmigo para hacerla aparecer y desaparecer dando explicaciones a todos mientras se iba a colaborar con los del “proyecto”. No sé si regresará, pero aquí estaré esperándola para volver a reír de locuras y hablar en nuestro dialecto.
Se ha largado sin darme más explicaciones. Simplemente tomó la decisión de convertirse en humo. Quizá este fue el autoexilio que siempre deseó para volverse invisible.

Claudia González Urías. Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de Sonora, México. Desde niña he tenido fascinación por las historias de fantasía y ciencia ficción. Me gusta pensar en universos paralelos como inspiración de historias. Administro el blog y cuenta de Instagram @sublingua_blog. He publicado cuentos en Lunáticas MX, Cósmica Fanzine y en la antología Nacieron en Lunes de la editorial tijuanense Lapicero Rojo.