“Por muy deconstruidas y conscientes que estemos, sabemos que la chica más gorda del grupito va a causar incomodidad, ya sea porque no le queda la ropa que nos estábamos probando en la tienda o porque cuando salimos de fiesta, los chicos no la pelan”. Le dijo su psicóloga el día anterior.
Emma lo sabía. Toda su vida siempre ha sido lo mismo: en la escuela la agarraban para hacerle burla por su aspecto físico, nunca tuvo muchas amigas y en su casa su abuela se la pasaba diciendo: “Ya no comas tanta sopa, m’ija, ¿cómo vas a caber en un vestido de XV años?”.
Total que pasaron los años y Emma siempre se mostró indiferente ante estos comentarios, aunque sabía que en el fondo la lastimaban y le hacían querer morir. Cuando cumplió 22 años, decidió gastar tres cuartas partes de su beca en una terapia con una psicóloga renombrada y reina de TikTok para trabajar con los estragos que había dejado en su cabeza todo lo que implicó el ingreso a la universidad y la muerte de su padre.
Poco a poco, Emma fue recuperándose y creando nuevos círculos de amistad con algunas chicas de su carrera que también tuvieron problemas para integrarse en la comunidad universitaria. Se habían vuelto muy amigas porque además, compartían el gusto por las historias de terror. Aunque no todas lo aparentaban, Julia, Martina y Berenice eran de esas chicas darks que aman a Mariana Enríquez, las películas de Tim Burton y una parte de ellas se quedó en la época donde My Chemical Romance era la sensación del momento.
Una fría noche de noviembre, decidieron hacer una pijamada-club de lectura para comentar Las cosas que perdimos en el fuego. Con unas botellas de vino y unas buenas rebanadas de pizza encima, Julia terminaba de leer las últimas líneas de “Nada de carne sobre nosotras”:
—”Tengo que cavar, con una pala, con las manos, como los perros, que siempre encuentran los huesos, que siempre saben dónde los escondieron, dónde los dejamos olvidados”.
—Pues yo, sí me andaba robando un cráneo para tenerlo en mi habitación, solo que en lugar de ponerle peluca, lo dejaría así, calvito y bonito—, comentó Emma, muy emocionada porque no conocía ese cuento y realmente amaba las calaveras.
—Yo la mera verdad, no le entraría. Mi mamá es súper católica y me deshereda si ve algo así en mi habitación—, respondió Berenice.
Pero Martina ya excedida de vino comentó:
—Yo digo que deberíamos salir todas disfrazadas de calaveras. Diseñamos bien nuestros disfraces y nos vamos al Vips para hacer un desayuno de señoras.
—¡Me encanta esa idea!— Respondió Emma muy emocionada.
—Wey, sí, pero obvio a ti no te va a quedar el disfraz. O sea, no es por nada, pero yo creo que mejor lo posponemos hasta que tus citas con el nutriólogo den frutos, ¿no?—, comentó Martina y se tropezó con una caja de pizza vacía.
Julia y Berenice comenzaron a reír sin parar e hicieron eco a la modificación del plan para vestirse de calaveras. Emma no dijo nada, pero de pronto el dolor de oír nuevamente ese tipo de comentarios, en seguida le bajó la borrachera y apagó esa sonrisita que le salía cuando pasaba mucho tiempo con sus amigas.
Un nuevo semestre empezó y como todas iban para áreas diferentes, sus clases y tiempos libres dejaron de coincidir. Aunque seguían viéndose los jueves por la tarde, Emma se alejó paulatinamente de las demás y comenzó a vomitar una de cada 3 comidas que realizaba. Mientras, sus amigas estaban realmente resentidas con ella y pensaban que qué mal que se alejara de ellas, que la apoyaron en todo el proceso de aceptarse a sí misma.
Emma se sentía realmente mal por todo lo que había pasado con las chicas, por lo que el día anterior al final de semestre había decidido acudir con su psicóloga para tratar por primera vez el tema que tanto la había torturado durante la adolescencia y de paso, lo que había pasado con sus amigas.
De su terapia salió peor, más triste y ahora con otra decepción: no podía creer que su psicóloga le hubiera dicho lo que le dijo. Regresó a su casa y se puso a ver videos en YouTube. De pronto, se sintió enojada y harta de todas las personas. Una furiosa sensación de venganza recorrió una a una sus venas. La solución era obvia: el problema no era ella, el verdadero problema eran los demás. Así que decidió que llevaría sus reservas de veneno para ratas que su mamá guardaba en la alacena a la tradicional ceremonia de clausura organizada por los estudiantes de los últimos semestres de la facultad, la cual consistía en hacer repartir aguas locas de un pequeño tinaco que se preparaba para la ocasión y del cual nadie se salvaba.

Paula Guillén. Soy licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM. He trabajado como maestra de Literatura, archivista, godín y vendedora de libros y maquillaje. Soy lectora, escritora y veo en ello, así como en el maquillaje y la música, distintas formas de expresión que me ayudan a sobrevivir día a día.