Sentada frente al monitor comprendo por qué la misma empresa recomienda no tomar más de una semana para hacer el álbum; es el tiempo suficiente para repasar un suceso tras otro sin la necesidad de divagar demasiado entre esos recuerdos que nos hacen fruncir el ceño. Antes de empezar el proceso, supe de algunos que se perdieron entre aquéllos demonios que nos hunden la cabeza en el lodo. No todos estuvieron preparados para ver a las personas que fueron a través del tiempo, aprendiendo y sufriendo de los errores cometidos, las oportunidades no tomadas y los rostros que tuvieron que olvidar, ya sea por amor propio o por amor no correspondido. Incluso comprendo por qué se recomienda que, de ser posible, se haga en la completa calma que solo puede brindarnos la soledad de nuestra propia compañía. Vivir significa librar un golpe tras otro y recordar es volver a sentir ese dolor, pero evitando que vuelva a sangrar la herida.
Aun así, supuse que no tenía nada que perder hasta que me encontré con esa cara en la pantalla y efectivamente fruncí el ceño. Ante su expresión, el mensaje: “¿Desea añadir este recuerdo al álbum?” junto con las opciones de “Aceptar” y “Siguiente”, tapan parte de su boca y el mentón, sin embargo, aún puedo sentir cómo me escalda el corazón aquella mirada penetrante con la que una persona que ha convivido contigo toda la vida, te indica que después de tanto tiempo apenas y te reconoce. Una mezcla de melancolía y decepción llegan desde esa mirada en el monitor para abrir el baúl olvidado que dejé en el limbo y que ahora reclama una respuesta, no una evasión de mi parte. Probablemente él ya me ha olvidado, él quizá ya está muerto y yo sigo aquí con el asunto pendiente en mi cabeza. No hubo ningún reproche, ninguna deuda o discusión, lo único que sucedió fueron esos golpes moldeándonos y el paso del tiempo transformándonos.
En ese periodo de tiempo que transcurrió después de salir de la universidad, aún nos veíamos para salir a comer una que otra vez. Cuando él encontró empleo al otro lado de la ciudad y yo me quedé donde siempre había vivido, nuestros horarios difícilmente se acoplaron para poder vernos y comenzamos a hacer videollamadas por las tardes. Festejamos cuando pude mudarme de la casa de mis padres, me enteré cuando le propuso matrimonio a su novia y estuvo conmigo cuando también me casé, pero no pude ir al hospital cuando nació su primer hijo, yo había planeado unas vacaciones con mi esposo. Con el tiempo, las llamadas se convirtieron en mensajes de texto o notas de audio que cada quien oía cuando no estaba siendo absorbido por la rutina, hasta que se convirtieron en un chat más dentro de mis lista de conversaciones en el celular.
Aferrada a los viejos tiempos, yo seguía guardado ese historial de anécdotas y pensamientos que esporádicamente nos llegábamos a compartir como una garantía de que a pesar de la lejanía estaríamos ahí en casos de verdadera desesperación, era una soga de emergencia para salir de cualquier hoyo en el que nos cayéramos. Sin embargo, un día nos encontramos en un restaurante familiar en el centro de la ciudad. Estábamos entrando al lugar con nuestras respectivas familias. Al vernos, quise proponer compartir la mesa, pero antes de preguntárselo miré que había un niño más en su manada. “¿Ese niño es tu hijo?”, pregunté confundida. “Sí”, me respondió a secas y mi hija de tres años se acercó a preguntarme quién era ese hombre. Me quedé en silencio, ya no lo sabía. “¿Cuándo tuviste una niña?”, me preguntó sorprendido. En ese mismo instante lo supe. La mirada que veía en el monitor me llevó al momento exacto en el que la soga a la que podía recurrir cuando más lo necesitara se había desgastado hasta romperse. “Una larga historia, ojalá pueda verte pronto para contarte” dije y sonreí falsamente. El ruido de los cubiertos y el bullicio de la gente conversando en el lugar acentuaron el silencio incómodo entre ambos, y sin decir más nos despedimos al retirarnos cada uno a nuestras mesas asignadas por los meseros. Nunca volvimos a escribirnos. Nos diluimos en el tiempo hasta convertirnos en pixeles de recuerdos proyectados en un monitor, donde ahora debo decidir si quiero que forme parte de una memoria grata que perdure en la existencia o dejar que se vuelque en el vacío junto conmigo cuando muera.
Tengo casi setenta años, los chupones en la frente comenzaron a provocarme dolor de cabeza. Es demasiado para una mente tan cansada. Estos cables se conectan a esa computadora con la que se puede proyectar cada recuerdo e ir seleccionando uno por uno para añadirlos a un libro digital donde mis hijos y mis nietos puedan revivir los momentos más felices de mi vida. Es como dejarles fragmentos de mi persona, pero no sé qué persona. No sé si mostrarme tal cual soy o como la persona que siempre quise que reconocieran como su madre o su abuela. ¿Qué se responderán cuando se pregunten quién es ese hombre que una vez fue la persona que más me conoció en vida? ¿Qué explicación se darán cuando vean aquél recuerdo en donde me rehúso a visitarlo en el hospital cuando cayó enfermo?, ni siquiera yo comprendo todavía por qué no fui a verlo. ¿Acaso fui tan cobarde para enfrentarlo?, ¿o fue que sencillamente iba a querer reprocharle la distancia en lugar de desearle una pronta recuperación? Un suspiro escapa después de pensarlo unos minutos, elijo la opción en pantalla y me retiro a la sala a pensar en mi decisión. He cerrado este asunto pendiente. Me preparo una taza de chocolate caliente y le pongo bombones para saborearlo mejor, es una costumbre que mi amigo y yo teníamos cuando nos veíamos para cenar y platicar de cómo iba nuestra vida. Es una costumbre que verán en numerosos momentos de mi juventud, pero que nunca sabrán de donde vino o cuándo empezó. Será un detalle tan sutil y desapercibido que se perderá entre las situaciones como se pierden las miradas entre los amigos que se han vuelto en un par de desconocidos.

Anezly Ramírez. Escritora e ingeniera mexicana. Muestro mi perspectiva escribiendo desde el terror, ciencia ficción y fantasía. Tengo cuentos publicados en las antologías “175 relatos de escritoras latinoamericanas”, “El futuro en 100 palabras” y “Mentes corroídas”. En formato digital mis cuentos aparecen en “Letras y demonios”, “Lunáticas MX”, “Especulativas”, “El Axioma”, “Espejo Humeante” y “Revista exocerebros”. Soy becaria del CTE y miembro del Movimiento de Terror Latinoamericano.