Visitaba a mi abuela cada año al terminar las clases, sus historias alimentaban mi curiosidad. La habitación amueblada con gusto antiguo. Un escaparate de madera tan fuerte que ni el comején lo podía penetrar. Sobre la mesa de noche una jofaina de peltre blanco con ribetes y flores azules sobre una palangana del mismo color resaltaban en el lugar. Mi abuela, recostada en la cama me esperaba a que me colara en su cuarto. Como cómplice me escondía entre sus enaguas para contarme cuentos sin que mi mamá notara que me había escapado después de pasada la hora de ir a dormir. Estaba de vacaciones en Acorote y no quería perder ni un minuto, ya había dejado atrás la rutina de los días de clases por ese año.
Cada noche ella me contaba historias de cuando era joven y como en los bailes los chicos se peleaban por bailar con ella. También que con el caer de la noche en los patios de las casas se escuchaba más allá del canto de los grillos el andar de los fantasmas que buscaban la paz escondidos entre cardonales y tunas.
Mi abuela Andrea era una mujer recia, fuerte y de mucho carácter, pero dulce y amorosa al mismo tiempo. Recuerdo el día en el que salimos a pasear por las afueras del pueblo, en Acorote las mañanas eran más calurosas ya que la brisas soplaba de sotavento, por eso mi abuela prefería salir por las tardes cuando la brisa del atardecer llegaba con olor a desierto y mar Caribe.
—Abue, ¿podemos repetir el paseo otra tarde?
Con solo una sonrisa me lo dijo todo.
Salimos a buscar pitahayas, lefarias y datos. Estando entre los cardones vimos acercarse a un hombre vestido de pantalón y camisa color caqui, una gorra roja y con un rifle echado al hombre. De pronto el hombre gritó:
—¿Quién me está robando mis pitahayas?
Acurrucadas y escondidas detrás de los cardones y sin decir palabras lancé sobre su falda todas las frutas que había recogido. Muerta de miedo esperé a ver qué hacía mi Abue. De repente se levantó y con paso firme caminó al encuentro del hombre, abrió sus brazos de par en par, le dio un gran abrazo y le estampó un beso en la mejilla. Recogí mis frutos que habían quedado amontonados en el suelo. Mi cara de asombro se notaba en mis ojos abiertos como lámparas sin pantalla. Con precaución salí de mi escondite.
—Bendición, mamá —dijo el hombre.
—¿Quién es ese señor, Abue? y ¿por qué te dice mamá?
—Soy tu tío Simón. Tú eres la hija de Juana, ¿verdad? ¿cuántos años tienes?
Con desconfianza asentí y esperé a ver qué explicación me iban a dar sobre un tío que yo no recordaba haber conocido antes.
—Seis años, pero yo no te conozco.
Acarició mi cabeza en un gesto familiar y los tres caminamos hasta la casa, ahí los dejé conversando mientras yo me dedicaba a darme un banquete con el botín que habíamos recogido. Ese tipo de fruta era solo de esa zona y en los mercados de la ciudad nunca se veían.
En la primera oportunidad que tuve le pregunté a mi mamá por ese tío misterioso.
—Tu tío vive en el campo y nunca va a la ciudad. Te conoció cuando eras un bebé por eso no lo recuerdas. Que no te asuste su cara dura, es pura apariencia, en realidad es una persona dulce y muy cariñosa.
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Extrañaba compartir con mi abuelita. Ya había pasado un año desde la última vez que habíamos ido a vacacionar a Acorote. Los últimos meses mi mamá empezó a ir cada mes, pero ella sola y cada vez que regresaba estaba triste.
Después de casi un año fuimos a Acorote de nuevo. Apenas entramos a la casa de la Abue me fui directo a su habitación. Su cuarto olía a talco de jazmín y a madera. Su aroma me hacía cosquillas en la nariz y me evocaba historias de amor y cuentos de aparecidos. Pasaba largos ratos recostada sobre su pecho mientras me narraba historias.
Recuerdo que me contó que en una oportunidad hace muchos años, ella y don Fulgencio conversaban si las personas después de muertas podían regresar a visitar o a despedirse de los amigos. Ella le había respondido que tenía que esperar a que se muriera y si la veía era porque sí regresaban. Para ese entonces mi abuela tenía casi los nueve meses de embarazo y a veces se le dificultaba dormir, entonces aprovechaba el tiempo para escardar la lana usada para hacer cobijas. Estando sentada frente al telar vio a don Fulgencio que llegó hasta la talanquera y la saludó.
—Fulgencio, ¿qué hace tan tarde por ahí?
Pero él solo le sonrió, se quitó su sombrero, le hizo una venia y siguió su camino. La mañana siguiente le trajeron la noticia de que don Fulgencio había muerto por la mañana del día anterior. A mi Abue se le adelantó el parto dos semanas. Mi tío tuvo la suerte de llamarse Fulgencio y creo que hasta el día de hoy no agradece para nada el regalito de nombre que recibió.
Los cuentos eran cada vez más interesantes y muchas veces era media noche cuando regresaba a mi cuarto a dormir, dejaba la luz de la lámpara encendida porque me daba miedo la oscuridad. Veía como las cosas que estaban en la pared tomaban formas y se movían como danzando entre sombras imaginarias. Adquirían vida y era más fácil arroparme hasta la cabeza y esperar que amaneciera rápido. La sed de oír los cuentos me atrapaba demasiado para preocuparme por el miedo que sentía después.
Una noche mi Abue me contó que en el campo cuando fallecía una persona se celebraba una novena, durante nueve días los familiares y amigos se reunían a rezar por el alma del muerto. La última noche las personas que estaban en el novenario y la persona que hacía de rezandero debían ir en procesión, él iría cargando un crucifijo y debían caminar por la ruta hasta la ermita. Ahí las personas que acompañaban al guía se quedaban orando y el hombre debía continuar solo por el camino hasta la entrada del cementerio. Debía esperar que el ánima del muerto se le apareciera y le encargara cualquier pendiente que se le hubiese quedado por hacer. Él tenía que regresar a la ermita sabiendo lo que debía hacer para completar el mandado. Días después, una vez hecha la diligencia debería regresar al punto de encuentro con el ánima del muerto para que este le agradeciera el encargo y pudiera descansar en paz. Jamás debía aceptar darle la mano al muerto cuando este se la tendiese en señal satisfacción, ya que si lo hacía sería el próximo en morir por el frío de la muerte. Solo debía hacerle una venia de aceptación.
Me contó que quien hacía de rezandero era mi tío Simón. Tanto mi Abue como mi tío sabían que esa práctica lo enfermaría y terminaría llevándolo a la tumba. Escuché la historia con escalofríos y estaba tan asustada que para mitigar el miedo nos pusimos a ver fotos y unas reliquias que guardaba en una caja de madera con incrustaciones de nácar. Al abrir la caja salía de ella un olor a guardado y a viejo. En ella había: varias fotos, un relicario con la imagen de la Virgen del Carmen, un par de cordones umbilicales sin nombres, algunos dientes de leche que ella no recordaba de quiénes eran, unos escapularios, además de algunas alhajas y monedas raras. Se me hizo tan tarde que me quedé dormida en su cuarto. El arrullo de sus suaves ronquidos y el vaivén de su respiración acompasaron mi sueño.
A la mañana siguiente desperté con las sacudidas que me estaba dando mi mamá.
—¿Qué haces durmiendo en este cuarto?
—Nada, me quedé escuchando los cuentos de la abuela.
—Hija por Dios, lo dices tan seria que es para creerte.
—En serio, mi Abue me mostró las reliquias que tiene en la caja de madera.
—Mi amor, tu abuela se fue al cielo el mes pasado y con ella enterramos su caja de reliquias.

Glennys Katiusca Alchoufi. Venezuela. Licenciada en administración, con especialización en Recursos Humanos. Tomé cursos de escritura creativa en la Universidad de Toronto, Canadá. Participe en: la antología Nostalgia bajo cero. Antología Mis días en cuarentena. Antología Tinta indeleble. Antología ¿Dónde están los otros? Antología 175 relatos de escritoras latinoamericanas. Antología Cuentos cortos para todos en 100 palabras (1er volumen). Publico una crónica mensual en el periódico Correo canadiense.