Los escuché llegar desde lejos, aunque no hablaban precisamente fuerte o despacio. Quizás fueron sus pisadas conjuntas lo que los delató e hizo que me sentara en la entrada a esperarlos aparecer entre los árboles. Quizás fue el roce de la tela de sus túnicas, pesadas y toscas, o el tintineo de sus utensilios que cargaban a sus espaldas. O quizás fue el silencio que se produjo alrededor de su extraño cortejo.
Llegaron durante el día, aunque solo interactuamos con dos. Se veían limpios, amables y educados, pero no en extremo. Sonreían con franqueza y me sentí tentada de juzgar al resto del grupo, que a esa hora se asentaban en la orilla norte del río, solo por esta pareja. Tan parecidos a nosotros, pero a la vez tan diferentes. La barba rubia de Daniel lanzaba reflejos a esa hora, cuando el sol le pegaba a través de los cristales del ventanal de madera. Y la sonrisa de Clara parecía sacada de un comercial de pasta de dientes, enmarcada en labios finos y humectados, todo belleza, todo armonía. Compartimos un mate a la orilla de la cocina, desde la que humeaba una olla llena de agua caliente, y luego se retiraron despidiéndose con sus manos de dedos largos.
En la tarde Marcos me dijo que podríamos acercarnos a mirar qué hacían, pero negué confundida, no sabiendo aún nuestro lugar en este escenario.
—Podríamos preguntar si necesitan ayuda armando las carpas… Usarán carpas, ¿verdad?
Levanté los hombros.
—No vi llegar camiones— dije con los codos apoyados en la mesa cubierta de migas de pan y restos de mermelada, Marcos me miraba atento desde el otro extremo —. Si necesitaran ayuda, vendrían a hablarnos; mejor nos quedamos en la casa.
—Pero es nuestro campo, Lu. No estaríamos haciendo nada fuera de la ley. Si ponen mala cara, les decimos que andábamos buscando algunas ovejas que se nos perdieron, y después nos vamos —suspiró enojado cuando notó que no respondería. Yo quería saber, por supuesto, quería verlos, pero no así.
Esa noche nos acostamos sin hablar. Encendí los focos de la entrada de la casa antes de ir a la cama, fijando mi mirada en el horizonte de álamos, negro y frío. No había luna esa noche, pero no pude ver nada, ni el resplandor de un fuego lejano, ni linternas parpadeando en la oscuridad. Tampoco los oí. Era igual a cualquier otra noche. Cuando entré a la pieza, Marcos seguía molesto conmigo, aunque ambos habíamos dado nuestra palabra a Daniel y Clara cuando firmamos el arriendo: prometimos que respetaríamos su privacidad.
Pasaron dos semanas y aún no teníamos noticias. Una sensación de inquietud avanzaba en nuestras labores diarias como neblina, cubriendo los silencios entre la limpieza de los pesebres, o cuando arreglábamos el tractor, o cortábamos leña para el fuego de la cocina. Todo lo atravesaba la duda y el misterio de nuestros nuevos vecinos asentados en el río, ¿cómo podían tener ese horrible influjo dentro de nuestro hogar?
—Hay que ir —Marcos estaba de pie a mi lado. Miré mis manos engarzadas con fuerza en la pala hundida en el barro, y luego a él. Asentí con fuerza.
—Vamos esta tarde —le dije antes de levantar la pala y hundirla de nuevo en la tierra.
Cuando nos mudamos al campo, hace casi quince años, trajimos dos cosas con nosotros: la certeza de un futuro incierto y esperanzador, y el miedo. La casa de la madre de Marcos era antigua y crujía con cada movimiento. La anciana había pasado su vida entera ahí, incluso cuando quedó viuda y sola, muriendo en su pieza, la del fondo, entre escupitajos y una fiebre que nadie asistió. Marcos llegó a sus últimos minutos, avisado por una vecina que notó su ausencia en la iglesia, pero cuando se acercó, ella ya no lo reconocía entre el velo de sus ojos moribundos.
Remodelamos todo. Pintamos las piezas de colores cálidos y armoniosos, nos trajimos los muebles y las plantas de interior. La esperanza se cumplía, pero el miedo no se fue. Cada noche me encargaba de encender los focos de la entrada, avisando que estábamos adentro, siempre alertas. ¿A quién? A cualquiera que se atreviese a traspasar la reja o que se asomara por entre sus barrotes a mirar esta casa. O a los ojos invisibles que imaginaba mirándome cuando cerraba los míos. Todas las mañanas, al salir a la terraza, la culpa me invadía al barrer las mariposas nocturnas muertas en el suelo, presas en su ilusión de alcanzar la luna cuando chocaban contra mis potentes focos durante cada noche.
Esa noche tuve miedo. Marcos tomó mi mano con fuerza, pero la solté de inmediato, pues nadie más lo hacía en el círculo. Después de haberlos interrumpido en medio de su danza esa tarde y habernos desecho en disculpas que nadie recibió, Daniel y Clara nos invitaron a la “ceremonia”, como le llamaron, para unas noches después. “Tiene que ser cuando no haya luna”, dijeron sonriendo y esta vez ya no me parecieron tan armónicos.
¿Por qué aceptamos? Quizás por el miedo, porque ya no queríamos tenerlo, porque ninguno de ellos, de cabezas rapadas (excepto por Daniel y Clara), de rostros plácidos y rosados, parecían tenerlo. Antes de salir de la casa, volteé la cabeza mientras hacíamos el camino a su campamento, y sentí que las tripas se me movían: las luces de los focos quedaron apagadas.
El silencio era aplastante. Como cada noche sin luna, los pájaros y otros animales nocturnos guardaban silencio, en un acuerdo natural por salvaguardar la existencia en medio del peligro que implica la total oscuridad. Solo escuchaba el roce de alguna túnica en el círculo del que éramos parte, un carraspeo breve, una respiración más ruidosa que el resto, el sonido de saliva pasando por una garganta. Y mi corazón. De pronto, se encendió una luz. No fue inmediata, surgió al medio del círculo con un pedernal, y al cuarto intento el fuego comenzó a crepitar ayudado de algún acelerante. Eran esos dos de nuevo. Todos sonrieron cuando los vieron emerger de la oscuridad, girando y cruzando miradas, sin decir nada, acercando la antorcha a sus rostros de cráneos rapados, sin temor. Cuando pasaron frente a Marcos y yo, me sentí extrañamente expuesta.
Tras unos minutos de reconocimiento, prendieron una fogata dispuesta, al parecer, desde antes en el círculo, y todos comenzaron a rezar, o lo que me pareció que era un rezo. No capté ninguna palabra conocida. El rezo aumentó progresivamente, como una respiración cada vez más intensa, cada vez más corta, como el jadeo de un moribundo, como el llanto de un recién nacido.
—¡Vámonos! No entiendo ni una mierda, ¡no sé qué dicen! —susurró Marcos en mi oído.
Asentí con el rostro crispado de terror mientras sus gritos, parecidos a garzas, desgarraban el aire y su serenidad, desgarraban mis nervios.
—¡Vámonos! —grité entre el ruido, pero Clara, la líder, me cortó el camino.
—¡Ya vienen, Luciana! ¡Ya vienen! Mira a las estrellas, ¡ya vienen!
Las lágrimas de sus ojos me alarmaron, pero le obedecí, contrario a todo lo que mi cabeza decía, y seguí sus ojos y los del resto que se clavaban en el cielo oscuro plagado de estrellas. ¿Por qué eran tan brillantes? Marcos debió pensar lo mismo porque también dejó de avanzar. Escuché que hablaban español de nuevo y gritaban “¡Ya vienen! ¡Ya vienen!”. ¿Quiénes? Pensé horrorizada cuando una estrella comenzó a crecer sobre nuestras cabezas, ¡ahí estaba! Cerré los ojos y me lancé al suelo. El miedo se había apoderado de mí, de mis nervios. De todo. Y yo solo quería fundirme con las piedras, con el río al costado. Desaparecer.
Las luces me confundían, me mareaban y unos brazos fuertes agarraron los míos, forzándome a ponerme de pie, pero luché y me mantuve en el suelo, la boca seca pegada a las piedras. Un rostro casi destrozado de rabia, de horror buscó mi mirada. Era Clara y algo decía:
—¡Era mío! ¡Era mío! ¿Por qué te eligieron a ti? Yo les di todo… ¡todo!
Daniel la agarraba y sacudía, pero ella comenzó a golpearme la cabeza, a tirarme el pelo con fuerza, arañaba mi cara que yo luchaba por esconder.
—¡Era mío! Tenían que dármelo a mí, ¡no es justo!
Me senté sobre las piedras después de unos minutos y lo que vi me horrorizó. Marcos estaba amordazado en una esquina, Clara parecía inconsciente sobre el suelo, y Daniel y los otros me miraban con los ojos casi fuera de sus órbitas. Antes de poder decir nada, él me acarició el rostro arañado.
—Tú lo tienes. Ellos te lo han dado a ti. Sabíamos que sería concebido en esta tierra, pero nunca pensé que sería de ti. No me equivocaba, ¿ven que no me equivocaba? —se dirigía a los otros que asentían complacidos. Marcos gritaba tras la mordaza —Es tuyo, Luciana. Tu vientre guarda al nacido de las estrellas, y tú nos lo entregarás. Tú nos darás a ese bebé.

Vive en el pueblo de Parral, en Chile, trabajando como bibliotecaria escolar. Ha publicado sus cuentos en la revista Espejo Humeante y en la antología de mujeres y disidencias «Imaginarias». Este año lanzó su primer libro de cuentos llamado «Luces en El Bajo», con la editorial de manufactura artesanal Ediciones Liz.