Era arquitecto y creía en los espacios, en sus hilos infinitos que tejen proximidades y lejanías. En las líneas perfectas de algunos edificios que se extienden hasta tocarnos. Amaba el orden, la precisión. Secretamente, pensaba que aquellos hilos imperceptibles, de alguna manera, lo conferían a nuestras vidas.
Durante un tiempo yo también lo creí. Aunque se riera de mí y me besara en la frente. “Oh, querida, tú eres la entropía”, me decía encantado al llegar a mi rescate con las llaves del departamento otra vez olvidadas. O el paraguas. O la cartera. Pero Tadeo se desvaneció un jueves. Se lo llevaron como a los demás: en medio de una noche que solo sabía de gritos y sangre. Nadie escuchó. Nadie vio.
Cuando me lo quitaron, supe que las entrañas de la desesperación habitan también entre los hilos de los espacios: la lámpara que ya no se enciende, la maqueta inconclusa. Su olor que se difumina despacio de la cama, de su ropa. Las noches estériles emperradas de dolor.
Miraron a otro lado, Tadeo. Cerraron sus oídos. Iguales a nosotros. ¿No escuchabas los huesos bajo nuestros pies? Crujían, Tadeo. Pero siempre decías que no. Quizá tenías razón. Pensábamos que así eso jamás nos alcanzaría, que era una forma de alejarlo. De ocultarnos frente a sus mismas fauces y lograr salir cada mañana. Respirar. Ir al trabajo. Tomar café. Vivir.
No sé cómo las conocí. Tal vez fueron Ellas las que llegaron a mí. Hay otras noches, me dijeron. Las oscuras y misteriosas que danzan para ti. Las mezcladas con sudores y gemidos. Las que refrescan y protegen. No llores. Que hoy invocaremos a todas. “Piensen, imaginen que con las manos, con todos los brazos, arrastran un velo largo largo que viene detrás de ustedes y no se acaba”. Sigo las indicaciones. Pies descalzos, brazos altos. Cuerpos que se enredan y explotan al mismo tiempo. Halamos la oscuridad, pienso.
Los tambores resuenan. El viento se detiene. El romero se levanta huracanado de la tierra, crece y sube y cubre nuestros tobillos, nuestras piernas. Y tengo razón: de pronto, miles de noches caen sobre el mundo atraídas por mí, por Ellas, por todas nosotras, las que nunca nos hemos permitido olvidarlos. Las que llamamos a los ausentes y los buscamos.
Estoy segura de que te hallaré ahí, Tadeo. Esperándome a mitad de todas esas sombras cargando los paquetes de la cena que aquel jueves no llegaron a casa.

Hija de la lluvia y lo liviano. Estoy a punto de terminar una larga aventura tesiánica sobre el gran y esperpéntico Severo Sarduy. A ratos, corrijo y edito libros ajenos. A ratos también me ilumina la alada pasión por los estudios literarios.