A mi abuela
No me llores no, no me llores no
porque si lloras yo peno…
La Martiniana
Ella murió de golpe, como se muere cuando te da un paro cardíaco. La conocí cuando tenía 60 años, aún era joven para ser abuela pero en ese momento se convirtió en una. Mi abuela, Tomasa, era muy devota de la iglesia, prácticamente era mi única familia, pues mis padres murieron cuando yo era un bebé. Crecí con sus cuidados, con sus regaños, con sus regalos, con sus cariños, sus enojos, crecí conociendo sólo su mundo.
Solíamos ir a misa y también por las tardes a rezar. Pronto, las plegarias se convirtieron en nuestro lugar de encuentro, en el lugar de calma. ¿Qué tendría aquel sitio de pacífico? Si al centro pendía esa figura empalada, ese Cristo sangrante que según contaban: había dado la vida por todos. Esa figura pétrea era la fuente de tranquilidad en nuestra comunidad. Como un regalo que le hacíamos a ese dios, mi abuela y yo nos convertimos en plañideras. El pueblo estaba encantado con ver a una anciana y una niña dirigir los rezos para los santos difuntos, en acompañar los duelos con ese contraste de voces.
Yo llegué a experimentar un alborozo que se intensificaba con el olor de las velas y el almizcle, los llantos y la continuidad del rezo, ese canto que a fuerza de repetición me arrullaba por las noches. Mientras, mi abuela sonreía orgullosa aunque con modestia porque su nieta, a tan corta edad, conocía el rosario completo y no le temía a la muerte.
Con la llegada de la pubertad, dejé de ir a la iglesia pues la escuela me había inyectado el ateísmo, y aunque vi la decepción en sus ojos, no dejó de cuidarme, de soportar mis desplantes, cada tanto yo volvía a ella, cuando recordaba que de un momento a otro podría dejar de vivir. Por las mañanas, cuando despertaba antes que ella, me acercaba para verificar que aún estaba viva, revisaba su piel, su aliento, me ponía en busca del rigor mortis. Ese que sentí en los labios cuando mi abuelo me obligó a besar a mi bisabuela en su féretro.
Con cada año de vida de mi abuela, comencé a sentir más cerca la presencia de la muerte, ¿qué pasaría si ella desaparecía?, ¿a dónde me llevaría su ausencia?, ¿iba a dejar morir a aquella que me había enseñado a vivir?, ¿qué sería de mí? ¡si no conocía nada más que su calor, su aroma, sus consejos!, ¿cómo se afianzó tanto nuestra relación?
Mi abuelo Juan, su esposo, falleció de un cáncer en la próstata cuando cumplí seis años, lo vi disolverse de forma lenta y dolorosa, eso dio tiempo para una despedida acompañada de miles de consejos y peticiones. Me encargó con insistencia el cuidado de mi abuela y yo asumí la responsabilidad como una forma de quitarme la culpa por haberme ausentado de su funeral, quizás para evitar la muerte. De ese día, sólo recuerdo mi corretear por el jardín con niños desconocidos y el perturbador sonido que emanaba de su ataúd, ese goteo que se magnificaba en el enorme salón: plac, plac, PLAC sobre el tazón de cebollas y vinagre que cubrían la podredumbre.
Aunque la muerte no me era desconocida y mis abuelos habían sido persistentes en suavizar el proceso, en mí se estaba gestando un temor morboso por la posible defunción de mi abuela. Un día, mientras Tomasita me contaba las historias de sus abuelas, recordó que guardaba una fotografía de una de ellas, me dijo: «no te la había mostrado porque a veces te pones muy sensible”. La foto se veía rara: mi tatarabuela estaba con la mirada hueca, su velo y su vestido de novia, «¿por qué estaba así?», pregunté, «está muerta…es la única foto que mantengo de Angelita, cuando yo fallezca va a ser tuya y ambas la recordaremos”. Mi abuela veía esa foto con alegría y nostalgia. ¿Cómo podía alegrarse con esa imagen fúnebre?
En tanto, con cada achaque de mi abuelita, mis miedos se acrecentaban, ¿cuándo le llegaría la hora?, ¿de qué modo se presentaría el ángel de la muerte?, ¿el Dios al que le habíamos rezado la acogería? Me habían dicho que él respondería a mis rezos, que él mandaría respuestas a mis preguntas y las vi a través de un beso, una foto, en la iglesia…
Entré a la Escuela de Artes, pensé que era el lugar en el que se me permitiría desarrollar mis destrezas, me gustaba modelar, fotografiar, retratar, me había planteado la tarea de no dejar que el tiempo se fuera impune. Durante la clase de modelado nos hablaron de la taxidermia, nos pidieron un proyecto. Esa tarea requería de muchas habilidades para imitar el cuerpo de los seres vivos en sus posturas naturales. El profesor nos dejó intentarlo con una rata de laboratorio, así que ese arte implicaba en principio la matanza del roedor, ¿sería capaz de hacerlo? Postergué la tarea sólo unos días, luego cobré valor y fui a comprar una, tenía que ser de buen tamaño para que el procedimiento funcionara. Al llegar a casa la alimenté y me senté un rato a observarla.
¡Yo no podía degollar a la rata!, arruinaría el cuerpo para la taxidermia, le pregunté a un amigo y él me dijo que había inyectado a la suya con cloro, que había sufrido por un momento pero para no verlo colocó una cortina al cubo del animal, cuando regresó, el roedor estaba muerto. Decidí hacer lo mismo, pero yo observaría el proceso en honor al animal. Todo lo hice con temor, la rata no moría, sólo se convulsionaba y giraba los ojos con cada estertor. En una ocasión mientras mi abuela degollaba a mi pollo favorito, me dijo “si sientes lástima menos morirá”, por eso me corrió de allí. Pasadas unas horas la rata al fin estaba muerta.
Seguí el procedimiento que me indicó el profesor; despellejé al animal con delicadeza, procuré preservar la piel, retiré las víseras y apliqué los químicos para conservar la piel. Dediqué algunas noches a modelar su cuerpo. Cuando presenté el trabajo, el profesor me regañó porque la taxidermia requería de mayor tiempo, de más cuidado. La obra se había arruinado. Persistí. Por mis manos pasaron aves, gatos, perros, ratones. Hasta que llegó el momento en que me halagó porque la pieza era muy realista y parecía un gato durmiendo, transmitía paz y no los horrores de la muerte.
Llegué a casa, Tomasita se encontraba desorientada en la cama, le pregunté qué le pasaba, contestó que tenía un mal presentimiento, le dolía el pecho, rápido llamé a su cardiólogo, él me dijo que le diera agua y una aspirina protec, corrí por ella, tomó la pastilla y bebió el agua. Mi abuela juraba que moría y yo trataba de tranquilizarla diciendo que ya pasaría, que la pastilla haría efecto, que el doctor no me había dicho que fuera de cuidado. Pero algo en el fondo me decía que quizás no la volvería a ver. Ella me repetía que sentía que se moría, y yo trataba de tranquilizarla. A la vez me decía “no olvides enterrarme, nada de incineración, para cuando venga nuestro señor”. El peor escenario allí estaba; murió de golpe. En menos de 30 minutos, mi abuelita yacía en mis brazos.
Me quedé observándola una rato, llorando, pensé en las posibilidades, repetí la escena, maldije al doctor y fue invadiéndome de a poco la idea de que ese cuerpo aún caliente preservaba el alma de mi abuela. “¡Ay Tomasa, Tomasita, por qué te me escurres así!” Entonces recordé: debía tener cuidado con su piel, la tomé con delicadeza, la coloqué en la mesa del comedor y fui por los cuchillos, procedí con cautela, hice las incisiones, fui retirando, poco a poco, los restos de grasa y de carne, acaricié su cuerpo descarnado y lo coloqué en el piso sobre los plásticos que por años habíamos usado para cubrir a los pollos durante la noche. Luego lo llevé a un congelador viejo que mi abuela utilizaba para guardar los restos de las aves. Coloqué su cadáver dentro antes de que se endureciera y pesara como el mundo.
Trabajé semanas enteras, destruí esculturas imperfectas. Coloqué la piel tratada, la extendí como si estuviera encuadernando un libro, pero no, era mi Tomasita, poco a poco fue cobrando forma. La moldeé como a ella le hubiera gustado permanecer: sentada. Allí estaba mi abuela, sólo debía trabajar en su mirada, cálida y apacible, como si la vida no se le hubiera escapado. Logré atrapar su mirada entre cristales.
Ahora sí podría dormir en paz, ya no me obsesionaría la muerte, ya no tendría miedo de perder a Tomasita, ella me acompañaría hasta el fin de mis días desde la esquina de mi cuarto. Yo la llenaría de flores, veladoras y rezos, y su cuerpo se preservaría como a ella le habría gustado, para cuando nuestro señor llegara.

Illari Alderete. Amante de las letras, de los libros, de las series, de las tardes lluviosas que traen un dejo de nostalgia. Soy docente desde hace una década y me he descubierto alumna desde entonces. Me gusta soñar e imaginar otras posibilidades aunque a veces se conviertan en pesadillas. Recobré el camino de la escritura hace casi un año cuando las experiencias en forma de palabras comenzaron a desbordarse y, aquí estoy, aferrada a otra posibilidad.