Abre la puerta. Su hogar la llena con un abrazo.
Cierra. Afuera se queda lo que no debe entrar.
Está sola, se transforma.
Sobre la mesa deja lo que carga de más:
la bolsa, las sombras y las palabras no dichas.
Se saca los anillos que la protegen
y los collares que la adornan.
Con agua fresca lava las dudas,
se borra la cara con algodón,
se suelta el cabello, serpientes al viento.
Una a una se quita las prendas,
su blusa que es dócil,
la falda sensual,
las botas que atrapan el suelo.
Ligera, flota hasta el cuarto de sueños.
El espejo la mira ungirse en aromas,
lavanda que limpia la mente,
algas para transmutar
y rosas que la llenan de calma.
Todos los días, el mismo ritual.
En el filo de los dientes
quema perlas de copal.
Se quita las uñas, –no necesita defensas–,
con el cabello la identidad,
la sonrisa en una caja,
se arranca los ojos
y abraza la oscuridad.
La noche la mira recitar su poesía.
En esta ciudad nada es lo que aparenta.
Descalza y desnuda baila sus danzas,
hablando con la piel y en lenguas extrañas.
La luna en el cielo ya se levanta
y ella, su hija, se baña de luz.
Sus dedos desnudos juegan,
el cuerpo le llega a la noche
coloreado de placer
y la noche reza
a ella que ahora se quita la piel.
Caen los brazos y caen las piernas.
Como un secreto, la blanca luz que nace en su pecho
se funde en el paisaje de los sueños,
en el mullido horizonte del lecho.
Duerme celeste, incorpórea,
siendo musa de otros universos,
hasta mañana que vuelva a vestir su piel.

Soy lectora, ferviente creyente del terror y la fantasía. Mantengo un blog de historias sobrenaturales y soy una entusiasta de los talleres de escritura creativa. He sido correctora de estilo, redactora publicitaria, guionista y a últimas, juego a ser cuentista y poeta.