El frío viento de otoño intensificaba el dolor en las manos artríticas de Antonia. En el último año, cada día que pasaba se esforzaba aún más por abrir la cerradura de su casa luego de llegar de un tedioso día de trabajo. Sus manos siempre fueron la herramienta que le mantuvo, sus dedos, una vez fuertes por teclear en máquina de escribir durante ocho horas al día, ahora se mostraban desviados, casi dislocados, como si en cualquier momento lograran zafarse de su lugar. Se llenaban de arrugas y se forraban con una piel tan fina que lograba desgarrarse con la más mínima corriente de aire, haciéndoles sangrar cuando apenas rozaban el agua fría.
En sus tiempos de estudiante para secretaria, nunca imaginó que esa habilidad al teclear le llevarían a conocer al que juraba era, y seguía siendo, el amor de su vida. De hecho, nunca imaginó que sus días monótonos podrían dejar de ser tan repetitivos en algún momento de su vida. Antonia nunca tuvo tiempo de salir al parque o a la plaza del pueblo a lucir los bellos encantos heredados de su madre. A sus veintitantos disfrutaba de una larga melena negro azabache, grandes ojos oscuros y dulces, cintura de avispa y piernas torneadas. Ella era Antonia, hija de Juanita, la más chica de siete hermanos, a quien le correspondía cuidar de su madre según los cánones tradicionales.
A veces, Antonia se veía a sí misma como el sacrificio para que los demás volaran. Como la carnada aventada a los lobos para que las demás crías huyeran. Sus buenos hábitos siempre fueron llevados con la finalidad de cuidarse para no faltarle a su madre, en cambio, sus hermanos si cuidaban de sí mismos y de su vida. Antonia apenas se entretenía a medias cuando lograba dar una vuelta a la plaza los domingos. Sus salidas al tianguis solo eran para conseguir que la leche, que la carne, que los huevos y la verdura, que los ungüentos y que los antojos de su madre. Cuando logró conseguir su primer empleo, pensó que al fin podría liberarse de poco en poco de Juanita, que ella podría lograr comprenderla para dejarle a hacer su vida y que después de la muerte de su padre, se obligaría a ser más independiente. Pero nada de eso ocurrió. Al contrario de lo que Antonia pensaba, Juanita dejó de cosechar y de ir al tianguis del pueblo a vender el frijol y demás hierbas que se le daban. Su hija pasó a ser su único sustento, y por ende, a ser su única compañía. Cada posible pretendiente era espantado por Juanita, quien siempre hallaba la manera de enterarse con las señoras del pueblo si su querida Antonia tuviera algún querer entre las calles. Ya con amenazas o hábitos desagradables, ellos siempre desistieron al conocer a Juanita.
Con el tiempo, Antonia apenas pasaba como una sombra detrás de la máquina de escribir en su trabajo. Llegaba puntual, a las ocho. Tecleaba, comía a mediodía, tecleaba de nuevo al regresar, organizaba documentos y salía de trabajar a las cinco. Llegaba a casa a las seis y media para darle las duchas de esponja a su madre, que siempre aprovechaba la ocasión para repetirle lo mismo: “Doña Gloria me recomendó tal ungüento para aliviarme mis varices. Vas ir el sábado por él y nada de coquetear con los mugrientos que te rondan. Tú me tienes que cuidar y no quiero que un día de estos ya no regreses a la casa porque te juistes con alguno. De aquí te vas hasta que yo me muera, ¿me oíste, niña? Ya el domingo vamos a misa y vistamos al padrecito Rogelio…” Tal vez la mujer mencionaba más cosas, o tal vez ya no agregaba más al notar que su hija no le respondía. Antonia ya no lo recordaba, lo que sí recordaba era que a su mamá se le dibujaba una sonrisa pícara al mencionar al padre de la iglesia.
Después de tantos años, la ahora decadente Antonia se encontraba tratando de entrar a su casa. Sus articulaciones torpes se volvieron movimientos temblorosos cuando miró asustada que aún se encontraba esta gigantesca polilla negra pegada en su entrada. La última semana de octubre se había posado en ese muro sin moverse tan siquiera un centímetro. No sabía si era el nerviosismo provocado por el alado insecto, pero le parecía que cada vez era más grande. Sus manchas más llamativas ya no eran circulares, sino ovaladas, y sus antenas también habían crecido. Parecía que la miraba directamente a los ojos a través de esas manchas grisáceas de sus alas negras y peligrosamente alargadas. Imitaba una especie de mal augurio que se inyectaba hasta sus sueños y se proyectaba en el pánico que la obligaba a despertar cada noche, después de ver esas manchas tan cercanas, como si fueran los mismos ojos de dios que pretendiera juzgar sus cincuenta y ocho años de vida.
Al abrir la puerta, Santiago la esperaba. Estaba ahí, sentado y dormido en el sillón, pero con la televisión encendida esperando a que ella llegara y le sirviera de comer. Santiago se había fijado en ella hace 20 años, cuando Antonia rondaba en los treinta y él en sus cincuenta. Aún se veía joven en aquélla época, pensaba la cansada mujer mientras lo veía caminar lento de la sala a la silla del comedor. Se miraron cenar en casi completo silencio. Los ruidos de la cuchara y el tenedor golpeando los platos de cerámica, lograron que la anciana recordara que ella fue su secretaría por muchos años y hasta que él buscó consuelo en alguien más joven que su mujer, fue que se fijó en ella. Madura, independiente, discreta, obediente. La dama sumisa que siempre pretendió que fuera su esposa y que después se liberaba pidiéndole el divorcio. Antonia pensó que esa era su oportunidad, que no estaba tan “vieja” y que al fin podría ser libre, pero una vez más se equivocó. Trabaja sin descanso, pues los hijos de su primera esposa le arrebataron todos sus bienes.
Tal vez fue que se cansó demasiado al ayudarle a Santiago a ponerse la ropa para dormir, tal vez fue que después de lavar los trastes tuviera que planchar la blusa que usaría al día siguiente. Tal vez se daba cuenta de los años que había desperdiciado cuidando de otros y no de ella misma, o tal vez, fue la desagradable sensación de ver a la polilla negra afuera de su casa, pero esta noche fue diferente. En sus sueños se miraba a sí misma vieja y arrugada, encogida en un rincón. Poco a poco, un par de antenas sobresalían de su frente. Sus piernas se multiplicaban y se afilaban, su tórax se encogía y sus brazos se extendían como un par de alas de color negro. Antonia moría de dolor. La polilla que miró en sus sueños nunca voló y por el contrario, solo resaltó el dolor en sus manos.
Abrió los ojos sudando y buscando sus pastillas analgésicas, las tomó de su buró y decidió despertar a Santiago para contarle, pero al tocarlo reconoció cierta frialdad con el tacto. Comenzó a sollozar quedo luego de asimilarlo. Se acercó lentamente y se permitió un último beso que le heló los labios. Adentro, las lágrimas de Antonia se congelaron en el rostro de su esposo, y afuera, la polilla negra cayó ligera como pluma cuando la última brisa de aire sopló en aquella fría madrugada, arrastrando consigo cualquier vestigio que quedara de ese mal augurio.

Anezly Ramírez. Ingeniera de profesión y lectora/escritora por convicción. Actualmente sigo forjando mi camino como escritora prefiriendo los géneros del terror, ciencia ficción y fantasía. En marzo de 2021 fui seleccionada para aparecer con cinco cuentos en la antología impresa «175 relatos de escritoras latinoamericanas», tengo varios cuentos publicados en revistas digitales y dos de ellos se han adaptado a escenas para obras de teatro.