Velia Zamora: Vivir sin miedo

En unos cuantos meses se cumplirían siete años de matrimonio. Ella pensaba que todo estaba bien, aunque nunca pudo decir que tenía un hogar con él; por el contrario, la casona le resultaba ajena y aterradora. Era grande y estaba situada en pleno centro de la ciudad. Durante los años que había vivido ahí, siempre sintió que estaba llena de fantasmas. Debían provenir de toda la sangre derramada en la Toma de la Alhóndiga de Granaditas, o de la persecución de la Guerra Cristera. Seguro que muchas personas murieron frente a su gran puerta de madera. Los fantasmas rondaban en toda la ciudad colonial, pero ella sentía que la casona estaba infestada de ellos. 

En la entrada había un ancho pasillo con una gran reja. Para ingresar a la casa tenía que subir una escalera. Diez escalones y un descanso, otros diez escalones y se llegaba al primer piso. Ahí se ubicaba la cocina de los cuchillos que despiertan solos y los cajones que se cerraban y abrían sin parar. Sala y comedor, que nunca se utilizó como tal, porque para una pareja que vive sola no es muy útil comer en un gran salón.

El espacio que más le causaba escalofríos era aquél que su suegra había habilitado como oratorio. Imágenes de vírgenes, santos, artículos de alabanza y un reclinatorio. La señora falleció al año de haber comenzado el matrimonio. La religión católica no era fuerte de ninguno de los dos; por respeto o por indiferencia conservaron el espacio a pesar del terror que a ella le causaba. Para ir a su recámara, se veía obligada a pasar frente a los santos, y durante la madrugada podía escuchar rezos susurrados que aumentaban de volumen a cada minuto.

Habían decidido no tener hijos hasta que él tuviera un trabajo estable, apenas se había graduado de abogado. Tal vez se habían acostumbrado a estar sólo ellos y su amada perrita cocker, que era su todo.

Una tarde, ella tomó un taxi de su trabajo a la casona. Mirando por la ventana, vio a un par de espíritus abrazados. El miedo inundó su pecho hasta que las lágrimas le aclararon la vista. Era su esposo abrazado de una mujer, paseando en pleno Cervantino como novios. Nada estaba bien, al encararlo él le confirmó que quería el divorcio.

El terror se volvió rutina. Ella volvía del trabajo y su perrita era la única que estaba para recibirla. Ahora la casona era más grande, más sombría, más fría. Las noches eran las más heladas, él no regresaba temprano; ella le había negado el divorcio. Daban las 11 de la noche, se preparaba para dormir, su fiel perrita la acompañaba; apagaban las luces y se acostaban. Pasaban algunos minutos cuando se escuchaba el rechinar de la gran puerta de la entrada. La cocker se paraba cuando escuchaba los pasos, saltaba para bajar las escaleras y recibir al que conocía como su amo. Cuando llegaba a él, se escuchaba el llorar de la pobre mascota, las patadas de aquel ser que ella amaba y ahora no la quería cerca, la alcanzaban.

La perrita corría al lado de su ama quien, para no ver al ser maquiavélico en el que se había convertido su esposo, se hacía la dormida. El frío paralizaba su cuerpo, las pisadas se acercaban a su cama, su alma temblaba. Él se paraba a un lado de ella para ver si estaba dormida. Con los ojos entrecerrados ella veía la figura terrorífica, parada en la oscuridad, aquél a quién algún día quiso y que ahora no reconocía. Alcanzaba a distinguir los ojos desorbitados que la veían con odio, con un enojo tal que si pudiera, haría lo que fuera para desaparecerla. Los minutos se hacían eternos, él sólo iba a amedrentarla y se salía del cuarto. Ella volvía a respirar, abrazaba a su cocker querida y lloraban juntas. No dormían pensando que tal vez él podría regresar.

Lo vivía noche a noche. Él llegaba y quitaba la luz para que ella ya no hiciera sus actividades, aventaba puertas, golpeaba a la mascota amada. Los espectros no provocaban nada a comparación del ser que un día te amó y ahora te odia y no sabe cómo deshacerse de ti.

En las noches de insomnio, abrazada a la cocker solo podía pensar en todos los miedos que se creaban en su cabeza. ¿Qué va a decir mi mamá? ¿Qué va a decir la gente? ¿Qué hago si me divorcio? ¿A dónde me voy? ¿Qué va a pasar? ¿Qué voy a hacer? ¿Qué hice para terminar aquí, para terminar así?

Los temores no la dejaban pensar con claridad, pero también la ponían alerta, le daban fuerza. No quería ser lastimada, no quería que su perrita sufriera más y sabía que en cualquier momento, las patadas podían cambiar de destinatario. Se había acabado, no quería aceptarlo, no lo entendía y le dolía, pero era un hecho.

Sólo quedaba una cosa que hacer: huir, salvarse, porque vale más la vida que aguantar eso. Vencer el miedo a dejar todo atrás, al que dirán, a lo que será, vale más vivir sin miedo.

Velia Zamora, tengo 51 años, nací en Tuxpan, Veracruz, actualmente vivo en Querétaro, soy secretaria, esposa y orgullosa madre de una gran escritora, me encantan las mascotas y ayudar al prójimo en lo que pueda y esté a mi alcance. Me gusta leer, ver la TV, ir al cine y desde chica me gustó escribir, pero sólo cosas para mí.  

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