La urgencia de incendiarse estaba ahí, comenzando en el estómago maltrecho por beber cafeína. El deseo de ver el cielo tornarse púrpura, rasguñaba la superficie llena de ronchas protuberantes. Con un chasquido, saltó hacia el cuadro donde permanecía un lago con puntilladas de vegetación amarillenta. Una criatura descansaba sobre los restos de una maleta. Tenía escamas rosadas y unos cuernos como minotauro. Ronroneaba, levantando su cabeza de óvalo en el proceso. Cuando fue consciente de la presencia de la cosa sangrante, sacó su lengua verdosa y se acercó sigilosamente a ella. La única arma que la cosa tenía era una bolsa de regalo de su cumpleaños pasado. El lagarto escupió lo que parecía sonar como «así que regresaste a descubrir tu fortuna».
La cosa no tenía idea a lo que se refería.
Mientras más cerca estaban las escamas de ella, más la llenaba el impulso de callar a la criatura. Cuando las fauces estuvieron a centímetros de su cara como para arrancarle la piel, embolsó a su depredador, teniendo cuidado con los cuernos y colmillos. Sabía que no se mantendría quieto, así que aseguró aún más la trampa, y, con las pocas fuerzas que le quedaban, arrojó a la bestia unos metros cerca de donde la maleta se despedía. Cuando el cuerpo hizo contacto con el agua, un relámpago sacudió el cuadro, arrojando de vuelta a la cosa sangrante a curarse las heridas.

Zaira Moreno: Una vez me encontré con la palabra sarungano y me convertí en eso, en una poseedora de historias. Comunicóloga tapatía y partidaria de los frabullosos días. Escribo para imaginar y sobrevivir. Me desenvuelvo en el ámbito editorial, a veces haciendo libritos, otras aprendiendo sobre papel.