Las piernas te ruegan que te detengas; terminas por frenar a trompicones, apenas te salvan las manos de caer directo al suelo. Un viento frío te hiela los huesos. ¿Qué pasó? Recuerdas: saliste corriendo de tu casa cuando, después de salir del baño y volver a tu cuarto, te encontraste con otra como tú, sentada en el borde de la cama, con tu misma ropa. Observaste con miedo a la otra y el horror se apoderó de ti cuando viste que algo comenzaba a inflamarle la garganta, como un tumor latente que estaba a punto de hacérsela reventar. Sin gritar, pero con gran horror, saliste corriendo. Corriste sin rumbo, casi sin respiración, y ni siquiera te importó cuando sentiste que tu corazón se desprendió del pecho y empezó a subir por tu garganta.
Respiras. Te sientas en una banca mientras observas la calle vacía. Intentas regresar el corazón a su lugar, pero parece que solo lo sacas más, así que te detienes. ¿Y ahora? La pregunta ronda tu cabeza; ahora, con el corazón en la garganta, las piernas temblando y el sudor escurriendo de tu frente, parece que huir fue una estupidez, que alucinaste y todo pudo haberse resuelto si te pellizcabas. Te pones de pie, las piernas te responden, pero tiemblan, como tiemblas tú. Estás en el muro de la iglesia, el color blanco te tranquiliza, agradeces que nadie te vea, que sea domingo y el pueblo no despierte hasta las diez. Aunque, dentro de ti, sientes que el tiempo se ha descompuesto; por esa razón te persignas al pasar frente a la puerta de la iglesia.
Caminas hacia tu casa, creyendo ahora que todo esto es absurdo. Caminas por el pueblo que conoces, por sus banquetas irregulares, por sus calles empedradas, por la soledad dominguera que tanto te gusta. Llegas, por fin, a tu casa. Abres la puerta con rapidez, más que para asustar a un posible invasor, para darte valor. Pero la casa está en silencio, como siempre; nada es diferente, no hay huellas de una extraña. Vas a donde más temes: a tu cuarto. Avanzas con cuidado, pero todo está igual que como lo dejaste cuando huiste. Respiras con tranquilidad y te sientas en el borde de tu cama, el sudor escurre por tu frente. Y ahí, en esa posición, escuchas el sonido del baño; el miedo vuelve a ti, sientes el corazón latir en tu garganta. La puerta se abre y ves a la figura salir, un cuerpo que es igual al tuyo, con tu misma cara y tu misma ropa: la ves observarte y horrorizarse, y tú haces lo mismo. Sientes cómo se acelera tu corazón ante el terror y empieza a subir más y más por la garganta y sientes que estás a punto de explotar. Observas a tu doble salir corriendo mientras el miedo te ahoga. Te paralizas. Confirmas que el tiempo se ha descompuesto, que el miedo te ha condenado.

Mi nombre es Arely Cadena, soy mexicana y vivo en Santa Anita, un pueblo al que la ciudad va alcanzando. Soy estudiante de Letras Hispánicas de la Universidad de Guadalajara.