Sangraba y el olor del fluido incitaba el apetito de la bestia. Esta la perseguía y la cazaba a lo largo de las calles destruidas. Las enredaderas y lianas fueron ideales para escabullirse, pero no por mucho tiempo. Venía escapando por días. Estaba exhausta, molesta y también hambrienta. El corte que la bestia le infligió días antes no cicatrizaba. Las gotas furtivas indicaban su posición. Su baja estatura era propicia para esconderse entre el follaje que cubría como manto las construcciones arrasadas por los combates, el tiempo y la falta de habitantes en la ciudad. Sacó las vendas que cubrían el profundo corte de su pierna izquierda. Su carne se había tornado negra y estaba necrosando. No iba a vivir por mucho tiempo si permanecía así, sin alimento y con la bestia al acecho. Solo tenía un cuchillo y un kit de fórmulas en el bolsillo: anestesia, un potente veneno y una posible cura para el virus zombi (que aún persistía como, entre otras, la más reciente pandemia del siglo XXIII).
Su hija la esperaba encerrada en el sótano de su casa. Era una de las tantas infectadas. Una pequeña zombi que aguardaba alimento. En cambio, las bestias, esos mutantes humanoides, comían zombis y también a las personas, pero preferían a los primeros. A ella le hubiera encantado encontrar a un muerto viviente por su camino para arrojarlo a la peluda criatura, pero no. Subida en la copa de un árbol y ya con pocas energías, esperaba su final. Podría tomar el veneno y morir antes de ser devorada viva. Seguro que su hija estaría bien. Tal vez su esposo, que fue al lado norte de la ciudad, habría conseguido un remedio. No se decidía. Lloraba sin lágrimas y sin fuerzas. Miraba el cuchillo. Su filo era hipnótico. Ideas suicidas cruzaban por su cabeza. Atisbó y abajo estaba la bestia expectante. En un arrebato sacó el cuchillo y empezó a cortar su pierna enferma. Estaba acostumbrada a amputar miembros de otras personas. El dolor: insoportable. Se inyectó anestesia y cortó. La bestia embraveció al oler la sangre y gruñó. Luego de una hora de esfuerzo, la pierna estaba casi separada de su cuerpo; solo unida por algunos tendones. Controlaba a duras penas el sangrado. Respirando con dificultad y con el corazón latiendo como un motor, tomó valor y esparció el veneno en la pierna y la tiró al suelo. La bestia olfateó el miembro y empezó a engullir quebrando la tibia dentro de sus fauces. Al poco rato dio alaridos y cayó agonizante. La mujer bajó a duras penas del árbol con la rodilla vendada. Necesitaba cauterización. No podía caminar, pero por lo menos no iba a morir devorada. Se arrastró un poco y a lo lejos vio un convoy de autos. Las personas tocaron los cláxones dentro de los vehículos. Tiros al aire y algarabía ocuparon el ambiente. La levantaron como a un bulto y en el camino atendieron sus heridas. En las camionetas viajaban juntos muchos cojos y mancos. Todos sonrientes, aun cuando el mundo se había ido a la mierda.
La dejaron frente a su casa, un lugar que, como los demás, estaba devastado por las hordas de zombis y bestias. Resopló al advertir que su viaje había terminado. Llegaba por fin al hogar, aunque sin una extremidad. Sosteniéndose de una rama a modo de bastón, bajó al sótano y sin mediar palabra, inoculó la medicina a su hija zombi, quien se encontraba prisionera entre barrotes de fierro. Vio cómo los ojos desorbitados de la pequeña empezaban a cambiar a una mirada fiera y desafiante. La jovencita gritó; ya no sería una zombi. Al cabo de varias horas y ante su madre desfalleciente, la púber pasó a ser una bestia. Rompió las barras que la aprisionaban y de un certero golpe en la cabeza, mató a su progenitora. El rostro del cadáver de la mujer lucía un semblante tranquilo. Quebró las articulaciones y succionó la médula de los huesos. La consumió casi completamente, aun cuando su carne no le gustó mucho. Salió a la calle y vio a lo lejos una presa. Un apetitoso zombi sería el postre para celebrar el inicio de su nueva existencia. Cerca de ahí, un hombre famélico reconoció la mirada de su hija en la bestia y escapó esperando que no lo alcanzara.

Mirza Patricia Mendoza Cerna (Lima – 1985) Es cuentista peruana. Ha publicado en diversas revistas literarias digitales hispanoamericanas. Autora de Tenebrismo (Editorial Sexta Fórmula – 2020) En las antologías: 4 Narradores Independientes (Editorial Libre e Independiente – 2020), Relatos de Pandemia (Editorial La Rata Esquizofrénica – 2020), Última Estación (Ángeles del Papel Editores– 2020).