Raquel Hoyos: Reinicio

Es como una resaca. Me duele la cabeza y tengo un sabor metálico en la boca. Toco mi rostro con pánico pero compruebo que no estoy intubada. La habitación es grande. Aunque hay una hilera de camas, no todas están ocupadas. Este hospital parece muy costoso. Mi familia no podrá pagarlo. A mi izquierda reposa un chico con un brazo debajo de la cabeza. Tiene el mismo tipo de pijama que yo y parece despreocupado. Seguro es un hijo de papi con todas las posibilidades de pagar atención médica privada. Varios cables están conectados de su pecho y  sienes a una máquina. También me han puesto esos dispositivos. No se parecen a las máquinas comunes que miden los signos vitales, se ven más sofisticadas y no hace ruido de tip-tip.

A lo lejos pasa una mujer de bata blanca. “Disculpe, doctora”. Mi voz sale en un tono apenas perceptible. El único que lo capta es el chico de junto. Voltea y me sonríe como si nos conociéramos.

—¡Ey! Despertaste por fin. ¿Cómo te fue?

—¿Cómo me fue con qué?

—Con la simulación. ¿Qué loco no? Yo desperté gritando. Si pudiera contarle a mis amigos, no dejarían de burlarse de mí por meses. No te preocupes, tarda un poquito en pasarse la sensación de angustia. No sé, supongo que depende del escenario que te toca. A mí me conectaron al de catástrofe nuclear. ¿Te imaginas al que le pusieron el del meteorito?

El tipo no deja de hablar. Quizá el virus le afectó la cabeza. Le doy el avión esperando que no se ponga intenso. Entran a la habitación un grupo de personas que vienen hacia nosotros. Al frente camina una mujer sofística y con semblante de erudita. La siguen cinco jóvenes. Parecen practicantes y ella su mentora.

—Doc, desperté hace un rato. No me va a creer el viajesote. Venga, le cuento.

—Ahorita no, Charlie—, le dice la mujer al chiflado sin voltear a verlo. Se detiene en mi cama. Sus estudiantes me rodean.

—Buenas tardes, señorita Hernández. Nos alegra que haya despertado—, me dice en un tono formal pero amable. Sus acompañantes revisan la máquina a la que estoy conectada y toman notas.

—¿Dónde estoy? ¿Me contagié?

—El proceso de volver a la realidad tarda de 15 a 30 minutos. Tenemos casos en los que han tardado hasta una hora. Esperen a que el sujeto de prueba regrese a su normalidad. Mientras tanto, intenten tranquilizarlo—, les dice la doctora a los jóvenes.

—¡Explíqueme qué hago aquí!—. Todos voltean a verme asombrados.

—No es necesario que grite—, me pide la doctora y luego se dirige a sus alumnos.

—Si el sujeto se pone agresivo o ansioso, explíquenle poco a poco. Sean prudentes y piensen qué van a decirle, podrían asustarlo más. Señorita, ¿reconoce esta firma?—. Me dice al mostrarme una hoja que saca de una carpeta negra.

—Se parece a la mía.

—Es su firma. Mire, usted fue contratada por una empresa, la cual no está obligada a revelarle su nombre ni sus intereses. Eso viene en las primeras cláusulas de este contrato que usted firmó. También se le explica que será conectada a una realidad virtual, la cual plantea distintos escenarios. Se le induce a una especie de sueño por un lapso de 45 a 60 minutos. No podemos prever el tiempo exacto porque la computadora asigna los escenarios al azar. El de usted duró 55.38 minutos. Uno de los más largos. Le voy a dejar el contrato para que lo relea con calma. En un casillero están sus objetos personales. El pago ya ha sido depositado a su cuenta. Le recuerdo que hay una cláusula de estricta confidencialidad. Todo el universo virtual que creó su cerebro le pertenece a la empresa. Cuando termine de leer y recuerde todo, toque el timbre que está en su cabecera. Uno de mis asistentes vendrá a ayudarla y podrá irse. Muchas gracias por su participación. Aún falta que analicemos a detalle su escenario, pero por lo que hemos visto y sus reacciones, ha sido uno de los más interesantes.

Me asignan un automóvil con las ventanas cubiertas para llevarme a casa. Le pregunto al chofer si es posible que me deje en el centro de Coyoacán. Tardamos cerca dos horas en llegar. Nunca se me permite ver el camino.

Son las tres de la tarde de un día soleado de marzo de 2020. Me planto en medio del parque. Miro el entorno con calma, quiero saborear cada olor, cada sonido, cada imagen: a las ancianas sentadas en una banca comiendo helado, a la niña que corretea unas palomas, al chico que pasea a cinco perros al mismo tiempo, a los adolescentes con uniforme escolar que juegan y se abrazan, a la pareja que se besa como si nadie más existiera. Empiezo a caminar y me encuentro los negocios rebosantes de gente. Hago cola para pedir un churro relleno de chocolate y un café de El Jarocho. Antes de regresar a casa, voy por unas flautas de barbacoa a ese lugar pequeñito en el que comes codo a codo con la persona de junto.

En el metro me concentro en disfrutar el bullicio de la gente que sube y baja. Bendita sensación de ser empujada, de oír los gritos de los vendedores y absorber los aromas del mercado cuando las puertas se abren en la estación de la Merced.

Retraso el momento de entrar a casa para no perder ningún detalle. Desde afuera veo las luces de la sala y la silueta de mi madre. Me muerdo los labios para no llorar todavía. Entro después de un rato. Ella voltea y me mira con la seguridad de la rutina, dibuja una sonrisa tierna y breve. Está ahí, sana, viva. Tiro mi mochila al piso y camino hacia ella. Se asusta al verme llorar. La abrazo y se aleja un poco para preguntarme si estoy bien. No quiero soltarla. La aprieto fuerte. Pienso que es este momento, el inicio del mundo.

Raquel Hoyos nació en Puebla. Es feminista, escritora, editora y correctora de estilo. Escribe cuento, poesía y artículos de opinión. Ganó el primer lugar en el concurso de cuento de Rock Parménides García Saldaña; segundo lugar en el concurso de cuento Mujeres en Vida 2019 y el primer lugar en la convocatoria de cuento Los Excéntricos. Su compilación de cuentos “Maldita” está en proceso de edición para ser publicado por la Secretaría de Cultura. Ama leer a otras mujeres, la música, el cine y a sus perrhijos.

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