Angélica Mancilla García: La ola 4.0

Las luminarias prenden intermitentes, a cada parpadeo de luz le sigue un sonido que recuerda a cientos de mosquitos electrocutados al mismo tiempo. Las más recientes protestas han hecho que el gobierno, en una medida desesperada, cerrara algunas subestaciones eléctricas. En el primer cuadro del centro es más evidente, no sólo es la falta de energía eléctrica, es también la basura, que han dejado de recolectar y ahora se concentra en pequeños montones que, con el aire, se esparcen por las banquetas; el olor apenas es soportable, de a poco se disipa con las fogatas de las esquinas. Sirenas de ambulancias y patrullas son el sonido de fondo, se escuchan cerca, pero no lo suficiente como para deducir que se dirigen en esta dirección. El transporte público también ha dejado de funcionar, ahora debemos llegar andando a cualquier lado, las bicicletas ya no son una opción, se han convertido en un artículo de lujo y su valor las hace inseguras, un blanco de ataque. Por ahora sólo debo caminar.

Avanzo sobre una de las avenidas principales. Pienso cómo el miedo nos paralizó durante mucho tiempo, aprendimos a socializar en torno a él y a satisfacer modelos de comportamiento. Teníamos miedo a cruzar en medio de un grupo de hombres sobre la acera, miedo a equivocarnos de vestimenta, miedo a salir a la hora incorrecta, miedo a opinar de más, miedo a alzar la voz, miedo a decir no, miedo a ser golpeada, miedo a ser abandonada, miedo a ser violada, miedo a ser mutilada, miedo a desaparecer, miedo a ser asesinada… sin embargo, fue el miedo y el hartazgo del miedo lo que nos hizo actuar, aprendimos a gestionarlo y transformarlo en fuerza, en potencia. Así que ahora camino, pero voy alerta, no sólo miro hacía el frente, absorbo cada rincón que me permite la vista. Después de las protestas, aumentó el número de infiltrados y por la noche resulta aún más difícil identificarlos. Camino entre tiendas de campaña, entre las personas reunidas al rededor del fuego, sentadas en llantas y cubetas volteadas, miran a cualquiera con desconfianza. Siempre nos odiaron, pero ahora nos odian porque creen que somos las culpables de la crisis económica. Su miopía no les deja mirar la estructura de poder que ellos mismos sostienen, se han tragado el mito de la libre elección, interpretaron coacción como autonomía; no fue sino hasta que nosotras iniciamos, que se les ocurrió desafiar la norma, pero no el sistema.

Entre más me interno en la oscuridad de las calles, la sensación de peligro se percibe más sobre la piel que a través de la vista o el oído. Camino y observo, observo cómo la anarquía ha sido mal entendida. Cada par de pasos vuelvo la vista atrás, me aseguro de que nadie me siga. Las pintas continúan intactas y las ventanas quebradas de los edificios no han sido reparadas. Hojas de papel con el rostro de miles de mujeres desaparecidas tapizan las calles y las paredes. Tomo una de las papeletas, la doblo en cuatro partes y la guardo en el bolso izquierdo de mi chamarra. A lo lejos, un hombre empuja un diablito del que cuelgan varias bolsas de plástico y cartones amarrados con un lazo. El hombre tiene el cabello blanco, largo y despeinado, pero la mugre cubre su color; no sé si es la vejez o quizá el párkinson, pero parece que no puede controlar ninguno de sus movimientos, con cada abrir y cerrar de su boca hace un sonido que me recuerda el acoso, me provoca náuseas, me da asco; se detiene en cada montón de basura y lo remueve, busca botellas de plástico, toma un par y las introduce en una de las bolsas. Yo sigo caminando. Al pasar a su lado, me mira fijamente, como si con sus ojos intentaran penetrar dentro de mi mirada, como si quisiera decirme algo, pero no le doy oportunidad, avanzo.

No puedo detenerme. Las calles lucen tan distintas, no parecen ser las mismas que inundamos de verde. No creímos que el #28S se convertiría en esto. Asumimos que la negación al aborto legal era sólo una medida para controlar nuestras decisiones, para obligarnos a ser madres, pero, como en todo, siempre hay algo más, sobre todo cuando se afectan los intereses del poder económico. Todo empezó a tomar sentido cuando en los congresos de los países —de lo que ellos han llamado el tercer mundo— rechazaron, unos, y revocaron, otros, las leyes de interrupción de embarazo y dejaron de distribuir misoprostol. Recibimos llamadas y mensajes de cientos de mujeres buscando alternativas para no continuar con sus embarazos. Fue cuando —ahora que lo recuerdo tiene la lógica que no percibimos en ese momento— el rumor de los sitios clandestinos se intensificó. Muchas de esas mujeres empezaron a aparecer en boletines de desapariciones. Nosotras, de inmediato, identificamos la relación que tenía con esos lugares, sabíamos perfectamente que la clandestinidad significa muerte para las mujeres. Empezamos a investigar. Lo más extraño fue que, mientras aumentaban las desapariciones, el mercado del maquillaje crecía exponencialmente, cada día había una nueva influencer de maquillaje y el número de sus seguidoras se desbordaba. Por supuesto, nosotras no vimos la relación, lo adjudicamos a la voracidad del capitalismo, pero había algo más que no entendíamos.

Aún no sé cómo logramos conectar ambos fenómenos, pero fue a partir de que las compas periodistas nos dieron información y, al mismo tiempo, nos pidieron ayuda, lo que nos condujo a reunir un grupo muy reducido de mujeres hacedoras de código. Así fue como yo llegué. La exploración física de los lugares clandestinos, invariablemente condujo la investigación a otra dimensión que se perdía en el espacio digital, avanzaban en círculo y siempre volvían al mismo sitio, a las páginas oficiales de los gobiernos. Por otro lado, estábamos ancladas a las dinámicas de los maquillajes más novedosos, de pronto nos dimos cuenta de que íbamos en retroceso, volvíamos a los esquemas del pasado. Un día, como si recién hubiese salido de una hipnosis, me caché frente a la caja registradora de una de las más lujosas tiendas de maquillaje. Estaba tomando dinero de mi cartera cuando caí en cuenta de que yo no me maquillaba; lo había intentado en la adolescencia, pero pronto supe que no iba conmigo, simplemente era demasiado esfuerzo cada día. Regresé la cartera a mi mochila y pedí disculpas a la joven que esperaba el pago de los productos que tenía sobre el mostrador, no continué con la compra. Las mujeres de la fila detrás de mí se molestaron, las hacía perder tiempo. Salí de prisa de la tienda y empecé repasar cada una de las actividades que había realizado en los últimos días. No podía creer que lo último que recordaba era a mí mirando video tras video de influencers maquillistas, y, lo siguiente, a mí a punto de pagar ese costoso maquillaje. De vuelta a mi casa, en el autobús, ninguna persona me miró, actuaban de forma mecánica, absortas en la pantalla de sus celulares. Supe que algo malo pasaba. Llegué a mi casa y sin prender el móvil, lo metí en un vaso con agua y lo dejé sobre la ventana. De nuevo tomé mi mochila, salí a la calle y afortunadamente encontré un teléfono público de monedas, llamé a Vera para contarle lo que pasaba. Ella misma me confirmó que el día anterior había estado en la misma tienda que yo y en ese momento, antes de interrumpirla con mi llamada, estaba imitando el maquillaje de una de las influencers que miró por días. Nos reunimos y buscamos a otras, y esas otras a algunas más. Algo pasaba, pero no entendíamos. Mientras cientos de mujeres desaparecían, otras sólo compraban maquillaje.

Sigo caminando y el sonido de sirenas interrumpe el recuerdo, me vuelve a poner alerta, no sólo por lo que significa, sino porque recibiré la señal en cualquier momento, sin embargo, una y otra vez mi cabeza evoca todo lo que nos condujo a este día. Las ideas más absurdas son las más elaboradas. Después de descubrir lo que sucedían con la supuesta hipnosis del maquillaje, hicimos una búsqueda rápida en internet, pero pronto nos sumergimos en las profundidades de la Deep web. Algo conectaba las páginas oficiales de los Estados adscritos a la ONU a un sitio que cada semana cambiaba de dominio. Ahí tuvimos un segundo impacto —el primero fue con la eliminación de toda posibilidad de legalizar los abortos—. La seguridad del sitio estaba bastante fortalecida, pero contactamos a las hackers más atesoradas. Con una operación sincronizada, logramos penetrar en el sitio a través de la descarga de un malware, sin embargo, lo realmente difícil fue descifrar los mensajes entre gobiernos, que, una vez recibidos por el destinatario, se destruían en segundos. Por semanas estuvimos vigilando sus movimientos sin comprender lo que en verdad pasaba. Cuando por fin descodificamos los criptomensajes, inmediatamente supimos que la ONU había orquestado un plan para revertir cada una de las leyes de interrupción de embarazo, y todos los gobiernos estaban de acuerdo con convertir “el tercer mundo” en un laboratorio de experimentación. No necesitamos más información, entendimos lo que pasaba. A partir de ese momento, empezamos a trabajar en el proyecto que ejecutaremos esta madrugada.

Mientras camino, pensar en los hechos de los últimos meses me permite estar enfocada, me recuerda que esto vale la pena. Ahora escucho motocicletas y aprieto el paso. Muchos de estos actos se han perpetrado por grupos de motociclistas armados. El ronronear de los escapes se acerca. De pronto, por la otra esquina surge un grupo de hombres vestidos con sudaderas negras que usan capuchas, gritan, se ríen, se mueven cómodos, algunos van golpeando el piso y las paredes con tubos. Me repito que estaré bien, no puedo dejar de caminar ni cambiar la ruta, me pondría en una situación de mayor vulnerabilidad y arriesgaría el paquete de mi mochila; aprieto la mandíbula, aguanto la respiración, meto la mano en la bolsa de mi chamarra y sujeto el arma. Nunca he disparado a una persona, pero me preparo. Los hombres, en una especie de pandemónium, pasan a mi lado y avanzan, siguen su camino, tienen otro objetivo. Enseguida aparecen las motocicletas. Estoy lista para correr o para disparar, según sea necesario, volteo para asegurarme de que al menos los hombres con los tubos han desaparecido. Las motos están aquí. No puedo parar. Ellos tampoco se detienen, moto tras moto pasa a gran velocidad y el sonido de los motores se desvanece con ellos. Apenas fueron unos segundos, pero los suficientes para recordar que nunca hemos estado fuera de peligro. Respiro profundo sin que se note, no he dejado de avanzar.

Recapitular los sucesos me mantiene lúcida con respecto al lugar que ocupamos en este orden social. Al papel que me corresponde en este proyecto hack. Las grandes corporaciones del mundo de la moda parecen inofensivas para la mayoría de las personas, para ellas es fácil mirar hacia otro lado cuando hay algo que les recuerda que sus tenis con la tecnología de última generación están confeccionados por las manos de miles de niños y niñas que no poseen nada, ni siquiera a sí mismos. No es que la distribución del mundo haya sido al azar. Me pregunto por qué es tan difícil creer que un grupo de hombres, como en un juego de ajedrez, se repartió el mundo, les es fácil tener fe ciega en dios, pero no muy distinto. No sólo los gobiernos estaban detrás de las desapariciones y abortos clandestinos, también todo tipo de corporaciones, donde las de la moda, sobre todo de maquillaje, tenían —tienen— una función especial: mantener aletargadas a las mujeres, de manera que —como siempre— no sean una molestia para el sistema y dejen de cuestionar su papel en la vida doméstica. Fue así que llegamos a las pruebas. Impedir o revertir la legalización de la interrupción de embarazos fue el primer paso, ello permitiría que los lugares clandestinos tuvieran mayor afluencia, el problema fue que, al no estar regulados ni supervisados, despachaban a las mujeres como ganado. Aunque en realidad estaban cobijados por los mismos gobiernos. Nos cuestionamos si los Estados no ganarían más que nosotras con la legalización de la interrupción de embarazos, la respuesta —un tanto obvia— fue no, hubiese sido muy complicado —sino casi imposible— hacer negocio con los cuerpos de las mujeres frente a millones de vigilantes ojos, además tendrían que haber garantizado un trato digno y estaba claro que no invertirían un peso más en la vida de las mujeres. Así que les hicieron creer que ellas elegían acudir a los sitios clandestinos. Los fetos, producto de esos abortos, se ofertaban a empresas farmacéuticas y de maquillaje, quienes se disputaban los cargamentos en un “duelo” de precios, quien obtenía “la victoria” los empleaba en la creación de cremas regeneradoras (para arrugas o quemaduras), labiales, bases e iluminadores, que más tarde, las influencers —conocidas entre nosotras como “las regalonas”— incitaban a su compra, aseguraban una piel tersa y luminosa. Algunas de nuestras compañeras dedujeron que se trataba de reptilianos haciéndose pasar por jóvenes amantes del maquillaje, lo cierto es que esa información no la hemos podido confirmar. Los Estados miembros de la ONU no sólo obtenían ganancias de los fetos de abortos clandestinos, en la Deep web confirmamos que el mercado era más amplio, había compradores de órganos e, incluso, consumidores de cuerpos femeninos, pero, sobre todo, se trataba de una estrategia para consolidar la globalización dirigida por el capital y los mercados mundiales, y, en consecuencia, incidir directamente sobre la pobreza, explotar y hacer más pobres a los pobres. Miles de mujeres desaparecidas reducidas a mercancía fue un golpe que por poco aniquila la organización, en lugar de eso, transformamos a cada una de ellas en una marca sobre nosotras y nos fortalecimos con una serie de operaciones situadas; era lo menos que podíamos hacer, se los debíamos/debemos.

No he interrumpido el trayecto en ningún momento, de acuerdo con la hora, lo más probable es que ya estoy muy cerca. A unos metros de mí, una mujer rodeada de gatos y un par de ellos sobre sus brazos, camina lento, murmura algo que no logro entender por el maullido de los animales. De pronto se detiene en medio de la calle y parece que iniciará una oración, pero no, grita:

—¡Todos estamos condenados! ¡Ustedes nos condenaron, malditas ratas inmundas! — de a poco sube el tono de su voz y lo que dice ahora es claro—. ¡El apocalipsis está aquí! ¡Sí, corran a sus alcantarillas! ¡Arrástrense! ¡Ha llegado el momento! ¡Arderemos!— y con esta última palabra lanza una bomba molotov que disipa a las personas cercanas.

Sí, arderemos. Esa es la señal. El mensaje es para mí. No es ninguna loca vagabunda, es una de mis compañeras. Las instrucciones son claras, sé a dónde debo ir. Estoy muy cerca. La bomba molotov era para distraer a los infiltrados. Doy pasos largos y rápidos, pero me siento lenta, pero voy rápido porque el ardor en las pantorrillas aumenta. Camino. Camino. Corro. Llego. El palacio nacional, pese a todo, es nuestro hogar, pero ahora se llama “Casa tomada, refugio de mujeres desertoras”. Encapuchadas resguardan la entrada, no necesito decir nada, saben quién soy. Me dan acceso y camino hasta el fondo. Una pared no es una pared, es un pasaje a unas escaleras que conducen hacia abajo. Bajo y sigo bajando, los escalones parecen no tener fin. Casi puedo sentir cómo mi corazón, en cada latir, golpea el paquete que cargo sobre mi espalda. Por fin ejecutaremos la que será nuestra obra maestra. No es sólo por los abortos clandestinos y por la industria del maquillaje. No. Son nuestros cuerpos mutilados, arrebatados y desechados, es nuestra vida por lo que luchamos. Somos el rizoma de código abierto; miles de nodos autónomos interconectados a una misma red. No más representaciones, no más jerarquías, no más poder económico; crearemos nuevas percepciones, nuevas narrativas, nuevos lenguajes, nuevas políticas. Nosotras somos el cambio social. Nosotras somos la cuarta ola, la ola 4.0. Nosotras hackeamos el sistema. Nosotras somos las hackers de sombrero violeta.

Angélica Mancilla García (Ciudad de México). Estudió Lengua y Literatura Hispánicas, y Comunicación y Cultura. Es parte de Ingrávida, un proyecto transmedia para visibilizar la literatura escrita por mujeres. Es autora del ensayo «Elegía por la igualdad» (primer lugar del concurso de ensayo Género, Democracia y Educación Cívica 2015).

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