Joan Malinalli: El pasajero

Abrí la compuerta para ver qué había detrás y encontré lo innombrable. Sudorosa, ensangrentada, quise tocar con mi lengua el azul de su espesura magra, pero me contuve. Estaba sobre la mesa, rodeado de un puñado de chilacayotes recién triturados. Todavía conservaba su antena. El hirsutismo de su boca me estremecía. Boca de liendre, de abismo. Boca salada para maridar con la sangre que se desbordaba de mi carne mortecina.

Nunca lo había probado. Carmen me contó una vez de las insólitas delicias de su cuerpo: “Agrégale curry y algo de comino. Las especias de la India junto con la miel melipona le añaden más umami que otra cosa”, decía la mujer de pies chuecos para alentarme a devorarlo. Claro que ella no sabía que yo era alérgica al comino y que si lo preparaba algún día sí o sí le pondría clavelina, cúrcuma y cayena, pues además de darle el sazón adecuado lo harían lucir menos azul.

El día había llegado. Olía a humedad, a moho, a viento de amoniaco. Todavía respiraba un poquito, así que tuve que inyectarle violetina compuesta para terminar de matarlo. Pasaron un par de horas, hasta que por fin se apagó. Sus ojos se pusieron oscuros y una leve capa de pus brotó de sus mejillas. Sus aletas se encogieron como pasas y su antena desnuda se marchitó también. De los dos metros de altura sólo le quedaron unos cuantos centímetros de diámetro y un vientrecito tierno de escoria. Su boca se entreabrió y dejó al descubierto sus dientitos novatos.

Sentí asco. Aborté la misión.

“Discúlpame, Carmen, tal vez para la próxima tenga más suerte”.

(Mérida, 1994). Egresada del Colegio de Estudios Latinoamericanos de la FFyL, UNAM. Ha publicado cuentos y poemas en revistas como Penumbria, Espejo Humeante, Primera Página, Punto de Partida, Círculo de Poesía, etc.

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