Verla caminar sobre mis dedos, atrapándola, apretando hasta que en su crepitar dejó expuestas las vísceras. Estos bichos, infestando la tierra con su presencia. Pensar que es la evidencia de lo más cercano a la existencia de los dinosaurios.
Cada vez que escuchaba a los mayores hablar de su retiro, no podía evitar pensar en qué recipiente terminaría mis días. Desde la llegada de Covered (Compañía Veranda para el Retiro de Defunción) los adultos se llenaron de emoción al saber que podían terminar sus días en un jardín de reposo, sometiéndose al tratamiento de transmutación para un final asistido, ofrecido en sus servicios por la nueva empresa que estaba tomando un auge excepcional debido a su promesa. Aseguraba convertir un cuerpo decrépito en un animal a elección y vivir con tranquilidad en los jardines Covered.
Cada vez eran más los comentarios positivos para este sistema. En el comercial, salían un par de enfermeras recibiendo a los ancianos a las puertas de una gran clínica. El transporte que te recoge hasta las puertas de la casa viene acondicionado con la más alta tecnología para que ese, «tu último viaje», sea de lo más placentero. Al llegar los amables asistentes ayudan con la muda de ropa del paciente, que a voluntad entrega su cuerpo, para entrar en el nuevo proceso que le permitirá terminar sus días sin la más mínima preocupación eligiendo si es que decide dejar su cuerpo como abono para la tierra después de fallecer o como alimentación para los más necesitados. Viéndolo como una labor altruista, muchos deciden ser alimentos.
Hasta el día de hoy no me había tocado tener que elegir. Con 14 años y una salud envidiable ¿por qué tendría que preocuparme? Mis días pasaban de lo más fantásticos en la villa. Un día soleado, con las aves cantando por las mañanas, mientras el viento mecía suave las hojas de los árboles, causando ese sonido tan relajante que suelen tener, mamá enfermó. Comenzó con una tos, que pronto la llevó a cama. Doctores y más doctores hacían fila fuera de su cuarto. Mi madre inconsciente, entubada para poder respirar, conectada para poder vivir, no tuvo oportunidad de elegir su recipiente. Papá, agobiado por la noticia, me autorizó para semejante decisión. «¡Caramba, qué honor! ¿Cómo se supone que yo decida?». Pues tomé las riendas, mandando su cuerpo al jardín de reposo. Pasaron los meses, papá no terminaba de recuperarse, cuando llegó a casa una carta, era de mamá.
Querida Zohla,
Te escribo esta carta para agradecer el recipiente que elegiste para mí. La vida en este cuerpo es más sencilla, fácil. La veranda es increíble, los cuidadores nos atienden muy bien ¿Sabes? He conocido a otros de mi especie. Nos escabullimos de vez en vez, para poder ver las puestas de sol por encima de los muros. Sé que no la están pasando bien, pero quiero que sepan que estoy mejor, ya no hay dolor, mi cuerpo está como nuevo. Este procedimiento es una maravilla. Me limito en algunas tareas; por ejemplo: no puedo escribir ahora en esta condición, así que contamos con un traductor para hacernos llegar hasta ustedes, aunque nos dicen que lo correcto sería dejarlos continuar con su vida. He pedido una autorización para poder escribirles. Quizá les pueda llegar otra, tal vez no. Dile a tú padre que deje el coñac, que solo lo beba para celebrar. Que sepa que sigues ahí, que sigo aquí, pero ahora no nos veremos como antes.
Quiero que ambos sepan que estoy bien, que todo está bien, que pueden estar tranquilos. Vivan felices atesorando mi recuerdo, acá los espero cuando les llegue la hora de transmutar.
Con amor, mamá.
Papá la leyó, se echó a llorar y me abrazó fuerte, pidiendo perdón. Secó las lágrimas en sus ojos, tomó mis manos.
—¿A dónde quieres que vayamos?
Entendió el mensaje.
Sé qué es difícil para él tener que quitarse el agua de los ojos y continuar como si nada pasase, pero se lo agradezco. Se me estaba yendo la vida detrás de ellos. Algunas noches papá sollozaba en su alcoba, gimoteando en silencios que penetraban los muros. Al día siguiente era un hombre nuevo, dispuesto a seguir luchando.
Un día durante mi almuerzo en la terraza del jardín, mientras el sol brillaba, papá se acercó a mí.
—¿Qué recipiente elegiste para tú madre?
En sus ojos había un rayo de ilusión, de esperanza. Temía que sus expectativas fueran demasiado altas.
—Una curiana.
—¿Qué? —su rostro cambió—. ¿Por qué no un canario, un pez, un conejo? ¿Qué sé yo?
—¡Porque la decisión la tomé yo! Si la hubieras tomado tú, hubieras podido elegir lo que quisieras.
—Pero, ¡¿una curiana?!
Aún cuando pareciera que estaba lista para su adiós, no lo estaba. Quería que ella viviera mucho más tiempo, que aunque no estuviera conmigo, sabría que ella seguiría respirando en algún lugar de este mundo y las curianas son una plaga difícil de exterminar. Son animales que viven mucho tiempo, han vivido mucho más tiempo que nosotros, tienen historia desde la existencia de los dinosaurios. Pueden vivir donde sea, se alimentan de cualquier cosa. Viven sin cabeza y hasta pueden vivir sin comer por un mes. Con esto la esperanza de vida de mamá aumenta, aun cuando el mundo se acabe o le corten la cabeza, ella vivirá días más después de la anunciada muerte.
El resplandor de los rayos del medio día iluminaba el césped. Una curiana voló posándose en mí. Verla caminar sobre mis dedos, atrapándola, me hizo recordar la esperanza de vida de mamá. Con fuerza fui apretando hasta dejar en su crepitar expuestos los jugos. Al mirarla destrozada, me hizo pensar en que pudiese haber sido un humano sometido al tratamiento Covered, que viendo cerca su final escapó del jardín para terminar en mis manos, en el mejor de los casos. En el peor, pudo ser mamá que vino a verme y yo queriendo demostrar mi teoría, acabé con su vida.

Adriana Rodríguez. Originaria de H. Matamoros, Tamaulipas; México. He participado en eventos de poesía, revistas digitales y antologías tanto digitales como impresas.