Ana Laura Corga: Platillos de placer

Para Marisabel,

por enseñarme sobre el erotismo desde la perspectiva feminista 

y por inspirarme con su libro “Las Hedonistas”. 

Para todas mis amigas, por ayudarme a ser mejor toda la vida.

 

Nos conocimos en aquel centro de ventas en el que éramos promotoras de artículos para mejorar la apariencia. Yo vendía polvos provenientes de Eris que, según su publicidad, mejoraban el proceso metabólico y te permitían consumir alimentos altos en grasa sin aumentar la talla. Nunca los probé. Eran carísimos y fuera de mi alcance. Me contrataron porque nací siendo una figura pequeña y delgada, por lo que las consumidoras podrían pensar que los usaba a diario.

Ella vendía una especie de masajeador que evitaba arrugas en la cuerpa, era algo así como una plancha para todas las partes rugosas. Al contrario de mí, ella era grande, con una cantidad enorme de masa corporal, oscilaba entre curvas y conos. Su piel era lisa de color púrpura, un tanto oscuro, pero tan brillante que podías admirar su llegada teniendo varios metros de distancia. 

Por fin un día coincidimos a la hora de los alimentos. Ella siempre me había llamado la atención, no sabía a bien por qué. Quizás porque de su rostro se reflejaba una sonrisa o porque la luz que emanaba me daba calma. Ese día chocamos en el área de alimentos inocuos, era día de paga. No siempre se tiene el lujo de comer ese tipo de alimentos.

Me senté a su lado e inmediatamente le hice la plática. 

—Hola, soy Xaz. Tu vecina de puesto. ¿Cómo te va con tus ventas?

Para ser sincera no sabía qué más decirle, fue lo único que se me ocurrió. De manera muy natural respondió con su voz calma y risa cómplice, una risa de alguien que acaba de descubrir algo.

—¡Qué coincidencia tan bella! Yo me llamo Yaz. Las ventas no van tan bien, a decir verdad.

Yo también me sorprendí de la similitud de nuestros nombres y me empecé a imaginar un montón de formas de combinarlos. Supe que quería ser su amiga desde ese momento, tenía que serlo. No podía ser diferente. Estábamos destinadas a estar juntas, como en el abecedario. 

La vida en las ventas no era muy divertida, realmente era muy monótona. Después de ese primer encuentro y nuestras pláticas entre tanto y tanto, comenzamos una amistad. Ella me sacaba de la rutina de los días. 

Yaz dejó la imagen de tímida con la que la conocí. Reíamos por todo lo que veíamos alrededor. Había veces en que las consumidoras que preguntaban por nuestros productos no eran muy amables, entonces nos volteábamos a ver haciendo muecas mientras las atendíamos. Ya habíamos logrado un lenguaje entre las dos. Los días se hacían más llevaderos.

Se acercaba la fecha de mi conciliación con la vida. Como es una fecha muy especial para mí, decidí invitarla a mi casa y pasarlo con ella. Le hice la propuesta y aceptó muy emocionada.

Ese día llegó muy temprano y cocinamos juntas. A mí siempre me había gustado cocinar, era algo que disfrutaba muchísimo. La explosión de texturas, olores y sabores. Todo junto en un solo lugar. La magia de admirar cómo nace un platillo. Ella parecía disfrutarlo al mismo nivel. Compramos setas del bosque Haumea. Las lavamos bien y pusimos a marinar con sal de mar y especias lunares. Mientras eso ocurría, preparamos una pasta seca con vegetales y una salsa naranja. Entre picar las cosas y ponerlas en sus recipientes, ambas íbamos probando cachitos. Nos compartíamos lo que nacía con porciones pequeñas que nos dábamos a la boca. Inundando nuestros paladares con texturas y mezcla de sabores. No decíamos nada, sólo se escuchaba chasquidos del masticar terminando en un suspiro fuerte o un mmmmmm estruendoso. Cuando nos cachábamos haciéndolo nos reíamos en complicidad.

Terminamos de cocinar exhaustas, así que decidimos cenar en la sala para no tener que estar en la sobriedad del comedor. Puse música para acompañar. Algo tranquilo y armonioso que hacía vibrar el lugar. Nos deleitamos con nuestra creación culinaria entre piropos mutuos por nuestro buen cocinar. Como era un día de festejo, decidí abrir una botella de vino amarillo, lo disfrutamos tanto que caímos rendidas entre los sillones.

No supe en qué momento nos quedamos dormidas. Desperté y lo primero que vi fue su piel púrpura brillante a mi lado. Su existencia enorme que cubría todo a mi alrededor. Sonreí y suspiré. Creo que lo hice tan fuerte que la desperté. Me cachó viéndola y un rubor blanco le invadió la cara. 

Me sonrió. Pero no fue una sonrisa normal, esa sonrisa llevaba otra cosa. Sus ojos grandes brillaron. Un impulso que no logro explicar del todo me hizo acercarme a su rostro. Con voz tenue le pregunté si podía besarle. No hubo respuesta directa, sus labios húmedos rozaron los míos. Nos fundimos en un beso. ¡Diosas! Sabía mejor que cualquier platillo probado en toda mi existencia. 

El beso se prolongó, se alargó lo suficiente para que nuestras lenguas se encontraran entre ellas. Para que nuestras papilas pudieran descubrir si nuestro manjar salival era lo suficientemente atractivo para la otra. Mis manos pequeñas comenzaron a escurrirse entre su cuerpa, esa piel púrpura inacabable tocada con suma delicadeza. Debía tocarla con suavidad, tenía que alcanzar todas esas pequeñas partes que me eran admirables cada que la veía. Sus conos se fueron elevando, la piel brillosa empezó a encenderse. Sus piernas musculosas me atraparon con pasión. Sus brazos me arroparon en un suspiro tan profundo que sentí que me fundía en ella. No era difícil imaginarme algo así. Yo pequeña y ella enorme. Fácilmente podía convertirme en una parte más de su ser y nadie se daría cuenta. 

El abrazo continuo de nuestras cuerpas. El roce de las pieles diferentes, los olores que se desprendieron de nosotras. El aliento se me iba. Suspiraba, aspiraba, resonaba por toda la sala. Su voz con mi voz en suspiros, exhalaciones, en clamor. Nuestras manos descubriendo nuevas figuras. Nuestros ojos copiando en la memoria todo lo que desconocíamos de la otra. Nuestra labor en búsqueda del orgasmo compartido. En búsqueda de los placeres que nuestra diferencia podía traernos en conjunto. 

Pareció durar una eternidad. Exhaustas después de haber compartido nuestro placer nos abrazamos con tal fuerza que plasmamos nuestras uñas en la piel de la otra. Sus dedos se deslizaron hasta llegar a mi cabeza, la agarró con suavidad y con un beso cariñoso me dejó a un lado. Nos relajamos entre suspiros hasta caer de nuevo en un sueño de par.

Cuando desperté al otro día ella estaba limpiando la cocina. Me preguntó si quería un té. Asentí y me lo sirvió de forma cariñosa. Me dijo que la había pasado muy bien, que había disfrutado todo y que tenía que irse. 

No repetimos aquel encuentro, no hablamos sobre él. Continuamos nuestra amistad entre las risas de las ventas y nada cambió. Ambas aceptamos lo que había sido ese momento: un platillo delicioso que no se repite, que se prueba una sola vez. Porque después podría volverse tan natural que perdería su magia.

Ana Laura Corga. Nací una noche de enero en Tlalpan, Ciudad de México. Soy politóloga administradora pública, escritora y feminista. Soñadora empedernida y constructora de gobiernos locales. De raíz oaxaqueña. De espíritu nocturno. Co-coordinadora de EspeculativasMx.

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