Nació en viernes por la noche, con la luna llena iluminando sus grandes ojos por primera vez. Su madre le dio un nombre fuerte para alejar los males de su camino. «Qué nadie destruya lo que le costó a mi vientre construir en nueve meses» fue lo primero que le dijo mientras acariciaba su cabeza llena de sangre. Esa primera noche soñó con mares rojos, aunque jamás había visto el mar.
Desde los diez años la sangre comenzó a escurrirle entre las piernas. Antes que a cualquier niña de su salón. Sin miedo la esperaba ceremoniosamente cada mes. No le daba aversión, era un momento sagrado para ella. La dejaba resbalar por los muslos y la recogía con los dedos para después lamerla. Hierro espeso, rojo y caliente. El cuerpo comenzaba a cambiar y su mente se lo atribuía a ese ritual entre la sangre y ella. Los ojos grandes se enmarcaron con ojeras que jamás la dejarían. Las noches la sofocaban.
Para cuando tenía catorce, todos comenzaron a oler diferente. Una mezcla de hormonas, sudor dulce y algo incomprensible para ella. En las tardes calientes de escuela, con los uniformes pegados al cuerpo, el olor era tan fuerte que se podía sentir. Era un recorrido eléctrico por la espina. Sentía que el sudor impregnaba cada parte de su cuerpo. Los muslos se pegaban entre sí y no había algo que apagara el calor que sentía por dentro. Iba por la vida con la fiebre pegada a la piel.
Por las noches soñaba con sangre escurriendo por la pared, inundando el cuarto y sumergiéndola en su calor. Imaginaba albercas rojas. Mares con olas tibias y espesas de sangre. Ella corría con alegría a su encuentro, bañaba su cuerpo en ese líquido de vida. Por la mañana sabía que el río caliente de sangre correría desde su vientre hasta los muslos.
Un día sintió que el olor del ambiente cambió. A la mitad del patio, comiendo una paleta helada mientras el sol quemaba la piel y derretía el hielo. Tenía la mano llena de fresas deshechas. Y entonces giró la cabeza y estaba ahí. El dueño del olor más dulce de todos. Sabía que sería el amo de todos sus sueños desde ese momento. Dejó que la paleta chorreara entre los dedos mientras lo miraba fijamente recorriéndolo con los ojos. Ese día sintió que algo diferente corría desde su interior, pero esta vez no fue sangre.
Los sueños convirtieron los mares rojos en tormentosas playas de agua revuelta. Cascadas con corriente que la arrastraba y la ahogaba. Y siempre la figura de él de fondo. Despertaba agitada, llena de sudor y esa nueva agua que manaba desde el vientre. La fiebre empeoró y el olor dulzón que lo rodeaba la mareaba. Todas hablaban de él, de sus manos, de sus músculos, de su cara perfecta. Las escuchaba pensando si todas olían las fresas fermentándose al igual que ella. Estaba al borde de la locura cuando la sangre dejó de venir. La invocaba con todas sus fuerzas, saltaba intentando ayudar a su cuerpo. Pero sabía que la respuesta solo la tenía ese niño de olor caliente.
Esa tarde se armó de valor y lo siguió. Había escuchado en dónde estaría, así que llegó temprano al estacionamiento vacío. Había varios chicos, todos en motocicletas. Los miraba de lejos. Chicas se arremolinaban a su alrededor riendo, besándolos. Después de un rato olió a quien buscaba. Lo miró correr contra sus compañeros y sintió un alivio. La motocicleta alcanzó gran velocidad. Todos lo miraron estamparse contra el suelo. Su cráneo crujió. Se hizo silencio. Los chicos huyeron. Las chicas salieron gritando. Y su cara perfecta, deshecha por el asfalto comenzó a rodearse de sangre.
Ella corrió a su encuentro. Sus ojos abiertos la miraban. Pero la sangre caliente seguía oliendo a fresas fermentadas. Entonces supo que hacer. Acercó los dedos al charco y después a su boca. El olor comenzó a disiparse, cada vez se podía respirar mejor. Pero no bastaba con eso. Hundió la lengua en la sangre y bebió hasta saciarse. Esa noche llegó a su casa y volvió a bañarse en su mar rojo.

Silvia Santaolalla. Artista audiovisual. Insomne de nacimiento. Llorona por convicción. Feminista hasta la tumba.