Remigia sostenía una jícara ceñida al abdomen con cuidado de no derramar su contenido. Hermenegildo, su hermano, la tomaba del codo para dirigir sus pasos, pues llevaba un trapo ceñido a la cara. Apenas podía respirar, el sudor dibujaba una silueta espectral de sus rasgos: los párpados cerrados para ser guiada de nueva cuenta hacia la Luz, la nariz chata que aleteaba bajo el lienzo de gasa y sus labios apenas perceptibles, sin proferir queja alguna. Hermenegildo quería que Remigia fuera expiada de toda culpa. Él mismo ató la penca de nopal a su cuello, la más grande y espinosa que encontró, creyó que así sería más efectiva la penitencia. A cada paso, ella sentía las punzadas en el pecho y cómo se convertían en gotas de sangre: era el alma vaciándose en aquel recipiente, ofrenda que llevaba a la santa patrona del pueblo, Madre Roja, quien recibiría el preciado líquido para mantener vivo el color de su cabello como pago a su redención.
Una semana atrás, Remigia fue solicitada a una audiencia por la congregación del Fuego Perpetuo debido su goce pecaminoso, así que le exigieron a Hermenegildo que la presentara al templo. Ella tenía sueños que le provocaban toda clase de placeres y era incapaz de contener los gemidos que escandalizaban a todo Jochisquiapan.
Hermenegildo estuvo a punto de ser linchado hacía tiempo, acusado de actos perniciosos entre hermanos. Pero bajo el escrutinio de la mayordoma Doña Brígida, fue absuelto porque ella misma atestiguó que Remigia yacía con seres inmundos a los que nadie podía ver. Por consenso, les demandaron que fuera sometida a la benevolencia de Madre Roja para silenciar las visitaciones de la horda demoniaca, según el veredicto.
Hermenegildo la amaba, crecieron juntos y ella era lo único que tenía. Así que a su modo, trataba de protegerla, echando a todos los morbosos que se daban cita por las noches afuera de la casa. A Remigia le prohibieron salir, porque se decía que los demonios le podían saltar a cualquiera, solo hasta el día en que fuera presentada ante la Santa y se reunieran todas las mujeres de la congregación para curarla.
Doña Brígida, quién estaba a cargo de todas las sanciones espirituales, insistió en coronarla con puntiagudas ramas de ocotillo para que la peregrinación valiera la pena, de manera que el manto dibujara el rostro ensangrentado de Remigia y fuera más grata a la Santa Roja.
Hermenegildo y Remigia llegaron ante la comitiva del templo donde los recibió Doña Brígida muy complacida, esto, debido al nivel de sangre alcanzado en el cuenco y el lienzo definido por los pinceles afilados que traía encima.
—Vete Hermenegildo, regresa mañana temprano, tráele una cobija y algo de comer —enseguida se metieron y cerraron la puerta tras de sí.
Remigia tenía que dar explicaciones detalladas de su caso a todas las presentes, quienes mostraban una implacable curiosidad por saber cómo una mujer podía tener aquél disfrute. No faltó ninguna. Evangelina, la hija más joven de doña Brígida, llevó un cuaderno y pluma para anotar todos los detalles.
La liberaron de las espinas mientras les relataba su experiencia. Describió cómo pasaba por un arco de felicidad a otro, en un segundo, cómo el calor que se originaba de repente entre sus piernas se extendía como un latigazo, hasta hacer retorcer todo su cuerpo, sin poder reprimir esos gritos que atormentaban las conciencias del pueblo.
—¿Pero cómo pasa? ¿Eres tú quien busca a los demonios o ellos a ti? ¿Cuántos son? —indagaban con insistencia.
—¿Acaso tocas “el timbre» para invocar al diablo? —preguntó doña Brígida desconcertando al grupo.
—¡¿Qué más quieren oír?! ¡Ya les dije!
—La verdad, nomás.
Sintió las miradas expectantes.
—Todo pasa en mis sueños… Son las flores de cempasúchil, campos enteros tupidos de amarillo y anaranjado —voltearon a verse unas con otras—. A veces tomo mucho café para quedarme despierta, pero siempre es la misma cosa: voy desnuda entre las flores de muerto, el olor se me pega en todo el cuerpo y empiezo a sentir esa quemazón que me sube, me deja tiesa. Aunque pareciera que mis gritos fueran de dolor, son de amor, nacen en las caricias de los pétalos suavecitos en mis piernas, las caderas y las nalgas; se atoran en mi cabello y rozan mis pezones.
—¿Y tú, qué sabes de amor si no conoces hombre todavía? Luego, a ver, ¿los demonios cómo son? —preguntó Evangelina, quien anotaba todo con detalle.
—No hay diablos ni nada de eso —se puso de pie, tomó la vasija y se acercó a los pies de Madre Roja. La recordaba hermosa, como la última vez que la vio meses antes, cuando le prohibieron salir.
Contempló la figura de madera, le parecía una mujer tan real, como ella misma. En la obscura piel perfectamente pulida, veía su reflejo. La cabellera roja que caía hasta los pies necesitaba brillo, el suyo. Entonces, las demás se acercaron para completar el ritual, tomaron trozos del paño ensangrentado y lo sumergieron en el recipiente de Remigia para teñir aquel largo cabello.
—Es tiempo para la meditación, pídele a nuestra Madre Roja que te regrese el don de la virtud para que te puedas casar, Remigia.
Ignorando a propósito esa última frase de la mayordoma, se hincó, oró con vehemencia para pedir la iluminación y también para que la gente dejara de molestarlos a ella y a su hermano. Tras varias horas de esfuerzo mental que exigía la petición de clemencia, aunada a la debilidad de su cuerpo, tuvo la visión de una piadosa Madre Roja acercándose a ella. La Madre puso su cálida mano sobre la cabeza. Parecía que la deidad le sonreía y, guiñando un ojo, puso su índice encima de sus labios de ébano para después posarlo sobre los de Remigia.
—¡Esa es la respuesta! —gritó, rompiendo el silencio del recinto. Una lágrima cayó blanqueando a su paso la costra marrón de sus manos. Comenzó a llorar en una combinación de histeria y alegría. Replicó el gesto de la santa sobre sus propios labios que se tornaron de un rojo intenso al paso de su dedo. Salió como pudo del templo ante la mirada absorta de aquellas que nunca entendieron cómo hacía Remigia para gozar en las noches.
A medio camino, salió a su encuentro Hermenegildo, que llevaba tamales de frijol y atole de masa.
—¿Qué pasó? ¿Ya te curaste?
—Sí, manito. ¿Adivina qué me dijo Mamita Roja?
—¡¿Te habló?!
—Bueno, en mi mente.
—No se me hace raro… Y luego pues, ¿qué te dijo?
—Vamos a vivir tranquilos por fin.
—¿Ya te curaste entonces?
—Sí… Bueno, no. Lo que importa es que ya no habrá más habladurías.
—No te entiendo, manita.
—Tú espérate y verás.
Por la noche Hermenegildo se preparó para hacer la ronda.
—¡Vete a dormir, sonso! Ya no voy a despertar a nadie, además, hace mucho frío.
—¡Pero no me dijiste que va a pasar!
—Nada, de veras, vete a dormir.
Remigia apagó las velas de su cuarto y en plena obscuridad agradeció a Madre Roja por aquella revelación. Durmió profundamente hasta que en plena madrugada, bajo el influjo de los colores del fuego, el dulce aroma de millones de pétalos de cempasúchil y un cielo estrellado, se fundió en una explosión que se desencadenaba en el centro de su propio universo, en el más absoluto silencio.

Karla Arroyo. Nací en CDMX, actualmente radico en Cuernavaca. Soy diseñadora gráfica egresada de UAM-Azcapotzalco. A través de talleres y cursos de escritura, he publicado textos en antologías y revistas independientes: Osadía (2015), Los dueños de nada (2018), Antología Mujeres Latinas (2018), Un legado de amor (2019), Un siglo de ausencia (2019), Mujer: Alma, corazón y poesía (2020); en 2021, Penumbria, Especulativas, Acuarela humanística, y Nosotras (Especulativas).