Olivia Carmona Hernández: Libres

Era un día de primavera, los árboles recién despertaban de su letargo y los días gradualmente se entibiecían. Me encontraba en el jardín, barriendo la hojarasca, cuando el barredor de hojas tropezó con un cuerpecillo cubierto de plumas que yacía mortecino en el piso; no me importó reconocer a qué especie pertenecía, tampoco reparé en las inusuales dimensiones de su cuerpo, lo único que pensé fue en ponerle a salvo y tratar de reanimarle. 

La llevé a casa y preparé un poco de agua con azúcar, el remedio infalible para reanimar parajillos silvestres. La acomodé en el viejo moisés de mi hijo. Me parecía absurdo recostar un ave en donde un día durmió un bebé, pero debido a su gran tamaño fue el único lugar cálido y acogedor que le pude ofrecer. Cuidé de ella durante varios días y puntualmente la alimentaba con el agua azucarada, al cabo de unas semanas ya era capaz de comer alpiste y algunas migas de pan. 

Una mañana muy temprano, mientras me acercaba a la cocina, la encontré en el pasillo, de pie. Me tomó por sorpresa verla tan bien y notar que tenía una altura similar a la mía, al parecer la enfermedad la obligaba a recogerse sobre sí misma para escatimar fuerza y calor. Al tenerla frente a mí pude observar el negro esplendor de su mirada; en el pecho, cubiertos por delicadas plumas color cobrizo, sobresalían dos turgentes senos, entonces comprendí que se trataba de una fémina. Su rostro era muy similar al de una mujer joven, pero en lugar de boca tenía un pequeño pico que le donaba un ligero candor a su rostro. 

Intercambiamos miradas de curiosidad, noté que sus ojos se detuvieron en mis caderas, luego fugaz observó mis piernas. Hacía mucho que nadie me miraba de esa manera, mi cuerpo era maduro, pero aún conservaba vestigios de sensualidad. Me excitó sentirme deseada, por unos instantes me estremeció fantasear con ella. No sabíamos nada la una de la otra, pero en un amorío dichas formalidades están de sobra. Mis fantasías volaron lejos, como quizás solía hacerlo ella, por los cielos, antes de ser acogida por mí. 

Regresé de mi breve ensimismamiento. Aún estaba ahí, frente a mí, mirándome con esos ojuelos negros, mezcla de candor y lascivia. Le dije que me alegraba verla tan repuesta, que al parecer aún podía considerarme una buena cuidadora. Como respuesta obtuve un dulce trinar que reverberó por las habitaciones. Con un par de brincoteos se acercó a mí y acarició mi mejilla izquierda con la punta de un ala. Su toque fue cariñoso, sus plumas eran tersas y al sentir su roce mi piel se erizó. Desde hacía algunos años las caricias no eran parte de mi vida. Además, con la viudez, mi cuerpo asumió un voto de castidad; por lo mismo sensaciones como las que la joven ave generaba en mí me eran del todo infrecuentes. Era una criatura muy perspicaz, pues de inmediato notó mi inquietud, así que con un ala ciñó mi cintura y me acercó a su emplumado cuerpo. Ahí estábamos, pecho con pecho, sus latidos se acompasaron con los míos, creando así un sonido fascinante. 

Nos recostamos en el piso, sin importar el frío hicimos de él nuestro lecho de pasión. Con sus delicadas y tibias plumas recorrió mi cabello, mis mejillas, luego bajó al cuello y enseguida a mis senos, ahí, con su pequeño pico bebió el dulce néctar que le ofrecieron mis pezones. Poco a poco descendió hasta conquistar mi monte de Venus, fue entonces que un erótico torbellino lo nubló todo. A ojos cerrados y piernas abiertas me entregué a las sensaciones, cada caricia suya alimentaba mi lujuria, estaba sedienta de curiosidad, gemía de agitación al sentir sus roces. La excitación estuvo a punto de reventarme las sienes cuando su pequeña y fría lengua exploró mi impaciente vulva hasta encontrar mi clítoris; sus movimientos eran delicados, sapientes. En silencio deseé que el clímax llegara ya, pero su destreza sexual disipó toda prisa. Me hizo vibrar durante un largo rato, me amó de una manera tan sublime que solo entre hembras puede suceder. 

Quedé tan exhausta que dormí algunas horas, soñé que juntas surcábamos los cielos, yo montada en su lomo o pendiendo de su pico. Cuando desperté estaba ahí, resguardando mi desnudez con sus hermosas alas. 

Aquella noche no logré descansar, un poco por la excitación, pero también al pensar en el futuro; era irrealizable esperar que ella se estableciera en casa, era una pájara, su destino era ser libre. Yo, en cambio, vivía enjaulada, presa de mis recuerdos y los sueños sin materializar. 

Al cabo de unas horas la mañana llegó, lo supe cuando un hermoso canto me despertó, eran unas notas tan bellas que resultaba imposible ignorarlas. Cuando me asomé a la ventana ahí estaba ella, posada sobre la cerca, deleitándome con su canto. Bajé las escaleras con la angustia en el pecho, presentí su inminente partida. Se había recuperado, era hora de retomar el vuelo. Llegué hasta el jardín y cobardemente me acerqué a ella, su plumaje brillaba con el sol de la mañana. Era tan bella. Corroboré que era el ave más espléndida que había visto. 

Nos miramos profundamente, me encontraba a punto de llorar cuando sin esperarlo me tomó con su pico, me posó sobre su lomo y enseguida emprendió el vuelo. Al abrir los ojos, a lo lejos, vi diminuta la que hasta esa mañana había sido mi prisión, entonces solté un suspiro y me entregué al viento. 

Desde entonces volamos juntas sobre campos y ciudades, donde nos place construimos nuestro nido y a diario nos amamos como la primera vez; somos compañeras en libertad, sus plumas son mi suave refugio y mis brazos su segura morada. 

Olivia Carmona Hernández. Nací en la Ciudad de México y actualmente radico en Italia. Amante de los libros, las plantas y los viajes. Mis relatos han sido publicados en Italia (Lingua Madre – Racconti di donne straniere in Italia, 2020 y 2021) y en México (Distopía feminista – Colectiva Multiversas, 2021; Especulativas, 2021 y Atrabancadas, 2022).

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