Apenas entraba luz, la suficiente para sentirla en los párpados, pero no abrí los ojos. Veía en cambio, puntos naranjas y negros, mientras clavaba mi torso en el colchón y mis extremidades se sentían gelatinosas con un leve temblor.
¿Eran las nueve, las diez o las once de la mañana? No lo sé, no quería despertar. Sería el inicio o el final, según se le viera. Transitar el día significaba que con cada paso de los minutos él estaría cerca de llegar, vendría por mí y ese sería el final.
Abrí los ojos, y para mi sorpresa, la luz no inundó mis pupilas. Con trabajo me levanté. Yo, hecha puros huesos cubiertos por esa piel pálida. Al dar el primer paso me tambaleé y la habitación dio vueltas. Me encontraría así, débil. Me encontraría vulnerable. ¿Cómo lucharía contra él?
Conforme el calor calentaba un poco mis huesos, resolví que debía meterme a la regadera. El baño limpiaría todo indicio de las batallas de los días transcurridos en el cuerpo. Abrí la llave. Me metí y el cuerpo experimentó temblores constantes, al inicio con el agua fría y luego, poco a poco, los espasmos se detuvieron, mientras el vapor subía. El chorro caliente caía en mi esquelético cuerpo.
Abrí más la llave y el contacto con el agua caliente quemaba cada vez más. Me mantuve bajo la regadera hasta que en mi cuerpo comenzaron a salir llagas, mis piernas se quebraron, caí al suelo y grité lo más fuerte que pude. El baño me demoró más tiempo del esperado, aún más secarme y vestirme al tener que curar las llagas. Él me encontraría herida, enferma y me devoraría.
Agotada, comencé mecánicamente la rutina del día. Inicié la limpieza, restregué los pisos y sacudí los muebles de madera, en las noches frías crujían y parecían danzar al chocar. Me reía con histeria al pasar la lejía por los pisos y paredes. ¿Cómo podía limpiar, ser una autómata con el miedo y la angustia? ¡Qué mala broma!, pero así era siempre. Una no sobrevive a pesar de la adversidad, sino con ella. Si él llegaba, no tendría oportunidad de volver a limpiar y me quedaría entre la mierda, la basura y la suciedad.
La mañana le dio paso a la tarde y comí las sobras del refrigerador viejo que hacía ruidos parecidos a los gritos y golpes. Mientras le quitaba los hongos a la fruta y mis dientes se quebraban con las semillas duras, me di cuenta que mi cuerpo se sacudía y temblaba otra vez. Ya se acercaba.
Al atardecer, cuando los últimos resquicios de luz entraban por la ventana, sentí de golpe la pesadez en los pies y las náuseas. Me quedé paralizada en la estancia, llorando. Él vendrá, me llevará y no sería feliz.
La luz se acabó y helada noche iniciaba. Recorrí la sala mirando objetos, mis objetos, caminé lento y llegué al espejo. Unas ojeras pronunciadas y oscuras enmarcaban mis ojos vacíos y sin expresión. Levanté mis manos para mirarlas sin apenas reconocerlas y rompí el espejo.
Miré el reloj, eran las once de la noche, no quedaba tiempo, el día se acababa, muy pronto él llegaría. Me fui a la cama y me metí debajo de las cobijas, temblando. Nada podía hacer para evitar que llegara, para evitar enfrentarlo, para vivir aquello. ¿Y si me encontraba dormida? Intenté hacerlo, pero el castañeo de mis dientes era incontrolable.
Los minutos corrían al doble de velocidad de lo normal. Me aferré a la almohada, apreté los dientes. No lo escuché llegar porque nunca hace ruido. Lo sentí, lo sentí en el cuerpo. Lo sentí porque se llevó mis recuerdos, mi alegría, mi apetito, mi energía, mis sueños. Quise desaparecer, no despertar más, pero llegó y no pude hacer nada.

Daniela Caballero (México, CDMX). Estudió comunicación social, se ha dedicado durante 7 años a la creación de contenidos digitales para la iniciativa privada y para la sociedad civil; pero le apasiona más la lectura, el olor a libro nuevo y viejo; y el chocolate. Es una melómana sin remedio y a veces escribe.