—¡Mátalo, por favor!
Irene corrió al escuchar el grito de su madre. En el suelo había un ciempiés de patas irregulares: las de adelante se distribuían en finos pares afilados que marchaban conforme se extendía un cuerpo que parecía no tener final. Y cada dupla, de color claro con rayas negras, fracturadas en ángulos que daban un aspecto de cuatro rodillas por extremidad, igual de largas como las antenas con las que tanteaba sus infinitos y ciegos pasos por encima de su cabeza. Pero si el ciempiés era todo patas o todo antenas, no había forma de saberlo.
—¡Mátalo ya!—, gritó sobre el sillón la madre de Irene, intentando trepar hasta el techo con tal de refugiarse. En el suelo, las extremidades articuladas avanzaban consecutivamente en pares, a intervalos desordenados por el miedo. Era asqueroso. Irene tomó una servilleta de papel y la colocó sobre el insecto, quien no frenaba su huida. La chica tuvo que dar un gran paso para aplastarlo, y casi sintió el correr de las patas inagotables, para luego crujir bajo la suela de sus zapatos, a nada de traspasarla. Casi sintió cómo el bicho se aferraba a sus dedos, casi creyó que él crecía y crecía hasta igualarla en estatura. Irene vio frente a sí las mandíbulas con las que el ciempiés devoraba a otros insectos tras segregarles su toxina venenosa. Miró de cerca las duras articulaciones que componían lo largo de su cuerpo y que le daban ese distintivo avanzar seccionado. Lo observó hasta por debajo: las líneas negras trazadas en una ambarina coraza fraccionada, franjas como de tigre que decoraban cada articulación en esas patas traslúcidas. Era asqueroso.
Pero Irene también era asquerosa: solo había pelo en su cabeza y su piel era del mismo color que las lombrices. Tenía únicamente cuatro patas y solo podía andar con torpeza empleando dos. Su mandíbula resultaba diminuta e inútil, y en el centro de su rostro contaba con un par de ojos gelatinosos que apenas si distinguían de cerca lo que la rodeaba. Ella era una criatura débil que jamás podría conseguir alimento por sí sola, desprovista de mecanismos de defensa, y cuya comunicación se limitaba al intercambio de chillidos agudos con su especie. Al ciempiés le dio asco morir por culpa de una gusana gigante que se aterraba por una criatura ínfima a comparación de su colosal talla.
Irene no se atreve a levantar la servilleta, tampoco su madre quien no ha bajado del sillón. Tanto desprecio en un efímero encuentro de dos seres tan distintos…
Qué pena que la belleza sea relativa y esté en los ojos de quien la mira.

Carmen Macedo Odilón es oriunda de la Ciudad de México. Estudiante de letras y bibliotecaria de la vida. Loca de los gatos, huidiza por convicción y clienta del insomnio por afición.