Zerit no alcanzó a llegar al sepelio. Sin embargo, no podía faltar a su promesa de despedirse de la única persona que la comprendió en este horrible mundo que las rechazaba. A ella por ser «rara» y a su tatarabuela por su “defecto físico”. Las flores estaban marchitas, pero un joven colocó con solemnidad una sobre la tumba.
Ella le agradeció, preguntó si conocía a su tatarabuela. Él respondió que no. Solo en sueños, le encargó transmitir su mensaje y llevarle una flor, pues todas eran horribles y nadie le había puesto las que ella amaba.
Zerit sin duda supo que era un mensaje de su tatarabuela. Se sorprendió, pero a la vez sintió alivio y alegría al encontrarse por primera vez con alguien que tuviera experiencias tan extrañas como las que a veces ella vivía. Cada uno tomó caminos diferentes.
La casa estaba vacía, su tatarabuela había dejado la orden estricta de que solo Zerit podría habitarla. Muchos familiares no estuvieron de acuerdo, siempre pensaron que poseía grandes tesoros. Ellos querían disfrutarlos a pesar de que nunca vieron por ella, pero su amada pariente les tenía una muy grata sorpresa.
Zerit fue al invernadero, buscó bajo la maceta favorita en forma de pegaso. Ahí encontró la llave de la casa. Era tan acogedora. Estaba tan cansada que solo quiso irse a dormir, pero la puerta de la que había sido su habitación estaba trabada. Las supersticiones dicen que no debes usar las pertenencias de un difunto, pero por una noche no pasaría nada. Entró. Al parecer su tatarabuela no creía en esas cosas. Le dejó sobre la cama una caja. Desató los listones de satín y en su interior encontró un hermoso camisón que ella misma había confeccionado a mano, eso decía una nota hecha con su puño y letra. Aún a su avanzada edad, su caligrafía era excelsa.
Le decía que le entregaba la cajita musical de carrusel, el cofre alhajero con unas pocas joyas, de hecho no eran tan valiosas, era más el valor sentimental. Habían sido hechas por un antiguo gnóstico. Pidió que se pusiera el dije de mariposa y nunca se lo quitara, era una protección. Al final del elegante papel una posdata: No olvides mis flores. Zarit siempre la obedecía, y después de tantas noches de insomnio al fin durmió, solo con el único pensamiento de aquella carta y las instrucciones de su tatarabuela.
Algunas de ellas le parecieron intrigantes, como que había otros mundos, siete días, siete rosas, asegurarse de cubrir bien aquel cristal cada noche. Cada día miraba aquel espejo cubierto. No se explicaba por qué a los familiares les disgustaba tanto. Siempre querían tirarlo, pero su dueña lo impedía. Una noche hubo una fuerte discusión. En el forcejeo, y cuando al reflejarse en él, uno de sus parientes de un puñetazo lo rompió.
Otra de las instrucciones, era que nunca debía tocarlo hasta la luna llena. Sin embargo, una fuerza extraña quitaba el paño que lo ocultaba. Zerit, sin saber cómo lo detectaba, sentía una extraña conexión con aquel espejo y tenía que levantarse a volverlo a tapar. Como no había luz en la casa y afuera había tormenta, tuvo que prender una vela. Entonces él la miró. Ella sentía una atracción hipnótica por tocar esa parte rota, pero la voz de su tatarabuela siempre la hacía reaccionar a tiempo. Volvió a dormir.
Las primeras veces que vio aquel ser oscuro en el espejo, sintió frío y su corazón se aceleró, pero por alguna extraña razón no le infundía miedo. Incluso se atrevió a preguntarle quién era, pero no hubo respuesta alguna. Con el pasar de los días surgieron nuevos incidentes. A veces oía un tic tic, tic tic, que provenía del espejo. En otra ocasión un susurro o el estridente sonido de garras restregarse, aunque lo que le impresionó más, fueron una gotas de sangre que escurrían por la superficie plateada. Zerit se parecía mucho a su tatarabuela, a pesar de ver cosas extrañas, las podía manejar muy bien.
Pasaron los siete días. Cada uno, llevó a la tumba de su tatarabuela rosas rojas, sus favoritas. Al séptimo, debía tomar un pétalo de cada una, sembrarlos en la maceta especial y velarlos. A la media noche, el invernadero se llenó de lo que parecían brillantes luciérnagas esmeraldas, pero no tenían cuerpo físico, eran etéreas. La luna llena hizo surgir de la tierra una pequeña planta, de donde brotó aquella flor nocturna del mundo domelae. Una rosa atemporal azul, tenía una fragancia exquisita. Esta le dijo: «llévame contigo, vamos al espejo roto». Zerit, con mucho cuidado la tomó entre sus manos. Una vez cortada, la planta se hizo cenizas.
Cuando llegó al espejo roto lo descubrió, tocó con sus largos dedos aquella parte estrellada que tanto la atraía, entonces se cortó. Su sangre roja de pronto se tornó plateada, se impregnó y se transformó en las partes faltantes. Se movía oscilante, ya no era de vidrio, era líquido y tenía vida, tanta que hasta escuchó un corazón latir. Aquella forma acuosa se derramó y formó un gran portal al mundo de los demonios domelae. Zerit protegió la flor sobre su pecho, sin titubear atravesó el frío umbral.
Un estruendo y la casa desapareció. Un gran cráter es lo único que quedó. No había tesoros, ni joyas, sólo un gran nido de víboras. El mundo humano ya no era su hogar, dejó de serlo desde hace mucho. Aquí solo había oscuridad y por insólito que pareciera, esos demonios tenían más humanidad. Mortales e inmortales no podían vivir juntos. Sin embargo, aquel contacto en la juventud de su tatarabuela le había otorgado un don, por eso su longevidad y ahora lo había heredado Zerit.
Su cuerpo físico había muerto, pero su nuevo cuerpo energético no. Ahora su tatarabuela estaba con su amado. Había vuelto a nacer. Sin embargo, está vez era una hermosa doncella, porque su belleza era del alma. Zerit y aquel desconocido joven del cementerio se volvieron a cruzar. La eternidad los había bendecido.

Eugenia Nájera Verástegui, Tampico, México. Su pasión por la música fue la principal inspiración para comenzar a escribir. Ha cursado diversos talleres de creación literaria y posee un Diplomado en Literaturas Mexicanas en Lenguas Indígenas. Forma parte del Colectivo Líneas Negras. Además, es creadora del proyecto «Los Portadores» y guionista del cómic «El secreto del violín».
Ha colaborado en varias antologías y revistas literarias.