Natalia Todavía: Lluvia de espejo

Se escuchó un sonido cristalino. ¿Fue una ventana?, ¿un florero? —imagina el tapiz de flores en agua estrellada, adiamantada con cristales del frasco roto en el suelo…

Era el espejo: vidrio hecho picos, reflejantes, briznas brillantes —corta epitelios, hojuelas de plata sobre la alfombra azulada, adornada de diamantes y espadas.

El espejo había caído. Sólo así, al parecer. Solo. El clavo en la pared, intacto, el marco dorado con sus molduras antiguas estaba ahí, de pie, pero el espejo, roto.
Ya estaba hecho. Listo el primer suceso.

Este momento era esperado por ella sin siquiera esperarlo realmente pues, ¿qué probabilidad de que un espejo se rompiera en casa, había?

El día que leyó: “Espera a que caiga un espejo…”, no podría haber esperado que sí sucediera, y tan pronto. Esa mujer le había dado la nota, sin decir nada, camino a la salida del mercado, y podía recordar los olores —verdura acre, fruta dulzona y copal del puesto de hierbas— pero no podía recordarla a ella. Solo su mano, delgada, sosteniendo el papel que tuviera dentro el mensaje: “Espera a que caiga un espejo. Una vez roto no tires sal, para el mal agüero, tira orégano seco o tomillo fresco, para abrir el portal». 

Por alguna razón, al disponerse a barrer los escombros —esos diminutos espejos transmutando y multiplicándolo todo en su cuarto: sin fin de plantas junto a las tantas ventanas; múltiples lámparas iluminando esquinas, bordes, texturas… como ojos que develan realidades y que observan inmóviles la vida desplegando sus tiempos, sus ritmos, sus…— se detuvo y dejó la escoba. Fue a la cocina y tomó un puñito de orégano y oliéndolo, recordó a su mamá.

Sin saber realmente por qué, hizo lo indicado en la nota; lo espolvoreó sobre el espejo roto y entonces sí, barrió.

¿Dónde ponerlo? Espejo roto, espejo abierto. En el patio de plantas, no. Dejarlo en el cuarto, menos.

En la terraza. Frente al chayote y la jacaranda. Reflejando la bugambilia y a la sombra de la lluvia de oro.
Más allá: la barranca y sus gritos y el ruido del agua baja y el resplandor de la ciudad todavía más allá.

Recargado en la jardinera, parecía el espejo una ventana a ese mundo de flores y barrancas lejanas; de ciudades salpicadas de luces que bien podrían ser briznas de espejos rotos, más hojuelas regadas en cerros donde, quizá, alguien más habría un día de barrer.

Que al romperse algo se abriría: un camino, una puerta. “Decide a dónde ir. A dónde irías si pudieras, en el momento en que…” —no se entendía ahí la letra en la nota.

A dónde ir, en estos tiempos de guarda, de encierro en que el mundo allá afuera parece no tener ganas de ti.

Alguien sin duda querría volver a esos tiempos donde era fácil el juego, y la danza y el abrazo y el beso. Incluso ir más atrás, al momento en que ese abrazo tuvo guarida, como guarida fue siempre ella para ti: tú y tu abuela en su cocina, entre masas de empanaditas y lentejas para cenar. A dónde ir cuando se ha ido el tiempo. Con ella y su abrazo. Con ella están tú y tu mamá, al pensarla, al nombrar su nombre: Esperanza.

“Prepara un cuenco con agua —leía en la nota, pon una piedra dentro y déjalo frente al espejo.”  Tú y tu mamá pizcando moras con dedos violeta. Entre olor a óleos y aguarrás. “Siéntate cerca y observa a través de él.”

Cuenco de agua y obsidiana. Al canto temprano de las cigarras.

Se sentó cerca y observó a través de él. En el sopor de esa tarde de mayo, calor y humedad. Sentía adormilarse pero algo parecía mantenerla despierta. Pensaba en las ciudades lejanas, en la inocencia perdida en la infancia, extrañaba la cercanía y el poder salir a pasear. No podía perderse “el momento”. Esperaba algún presagio. Una señal.

Veía el reflejo de la bugambilia con sus ramitas a la sombra del follaje; veía sus flores abriéndose al calor como queriendo beberlo, tan denso y húmedo.

De nuevo las ramas. Y las hojas y las flores. Y el cielo sobre los cerros sin ceder su azul al sol.

Una ramita… Una hoja empezó a desdoblarse en otra más grande. Una flor. Y otra y otra. Otra ahí, caminándole por el brazo, con unas patitas negras. Le hacían cosquillas pero no se quería mover. Volteó a su brazo y la flor no estaba. Volteó al espejo y tampoco. Un sonido de armónico en cuerdas altas, vibrando cada vez más alto, creciendo en gritos, en cantos de voces de un coro arcano, alcanzando en ecos el porvenir. La despertó. No había nada. Sólo calor de la tarde baja. ¿Se había perdido “el momento”? ¿Se había dormido?

Entró a la casa, preparó té y sirviéndolo, vio en su mano un huequito, como un pellizco hecho hueco. Y recordó la flor caminando en su brazo y la pensó mordisqueando su piel. Recordó las otras manos amadas, cercanas y a la vez tan lejos de ahí. Recordó la añoranza y durmió, abrazada a su sala. Soñó con su madre dándole un beso de flor en su mano, de lluvia de oro dejándole un resplandor en su piel. Soñó con un murmullo amoroso y despertó con el sonido de cigarras. Llovía.

Fue a la terraza y entre chorros de agua de lluvia, plateada, brillando alunada, no pudo distinguir el espejo. Caminó intentando encontrarlo, caminó y caminó, pues tampoco parecía haber muro alguno a su alrededor. Bugambilia, jacaranda y  lluvia de oro ahora parecían de un tamaño menor, como si se replegaran en el agua vernal.

Todo ahí vibraba, como el canto profundo de un árbol, repleto de cigarras que, como entonando una invocación, abre portales entre tiempos y distancias, entre jardines y espejos, entre espejos y agua.

Un ciruelo y la orquídea de agua. Ahí junto, la puerta a la cocina de casa de su mamá. Y al entrar la cocina, la sala y su cuarto junto al piano. Y ella ahí dormida entre cobijas floreadas.

Se acostó a su lado diciendo “ya vine” y ahí, junto a ella, durmió.

Natalia Todavía. Con una licenciatura en Enseñanza del Español y Literatura, otra en música, y estudios en filosofía, cine y composición, ha publicado cuentos, ensayos e ilustraciones en Antología Penumbria, Revista Nueva Vía, Revista La Piedra y en Papel y Tijeras, desarrollándose a la par en la música con Mandorla, Ensamble Euphonia y Cuarteto Cray.


Le gusta jugar a hacer música, escribir y pintar. Crear en colectivo entre mujeres.  De Durango, ya morelense, se encuentra buscando su voz.

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