Levantarse del trono será todo un reto. Tiene la cara colorada y las piernas acalambradas. Puja mientras sujeta la revista. El aire es espeso y caliente. Sin aliento y cansada, Sofía se levanta del baño. Ganó la guerra, pero perdió las fuerzas. Limpia el sudor de su frente y, feliz, besa la revista que la acompañó durante la batalla.
Entre las páginas, huevos de larva esperan continuar su ciclo de vida. Una gotita de sudor baja por su labio y su lengua la intercepta. Sofía saborea el líquido salado, sin imaginar qué más ingería en esos momentos. En su mundo de cosas gigantes, no hay tiempo para prestar atención a especies pequeñitas.
Los huevecillos se instalan en el intestino. La vida en el mundo exterior transcurre como siempre. Sofía ignora que es huésped de un parásito. Una sirena de aguas puercas. Sin embargo, presiente el cambio. Aunque no lo mira, advierte su presencia.
Escondido en los intestinos, el parásito muerde. Las tripas gritan adoloridas. Crece en Sofía un vacío y, a la vez, un deseo por llenarlo. Cansada de triturar alimentos, su mandíbula se mueve por instinto. Tiene la certeza de que solo la comida podrá calmar esa ansia, esa hambre de ceniza. Los intentos por llenar el hueco se manifiestan en su figura que adquiere más volumen.
Como consecuencia de su mudanza, el parásito generó ideas. Sofía sentía que su cuerpo podía abarcar la totalidad de las cosas. El vació la llenaba de rechazo, de inseguridad. El espíritu de Sofía se consumía. Intentó de todo –abrazar su cuerpo, decirse cosas bonitas, tomar mucha agüita– nada parecía ayudarla. El vacío era como el universo: en constante expansión.
Leyó libros que analizaban, criticaban hasta descuartizar todo lo que su cuerpo había interpretado como un hecho. Las inyecciones de antítesis parecían funcionar. De pronto, ella importaba. El reflejo le regresaba la figura de una mujer completa, sin goteras, ni fugas.
Un día tocó a la puerta su tía, quien le recomendó utilizar un enema de café después de comer para bajar de peso. La tía también padecía del mismo sufrimiento; tal vez todo el mundo lo hacía; tal vez ese parásito era más viejo que todas las civilizaciones.
—Ya te estás dejando mucho, Sofía —comentó su tía, mientras remojaba una donita en su café—. Tan joven que estás, yo a tu edad era todo un monumento –Sin mucho esfuerzo, las palabras se transformaron en el alfiler que hizo explotar a la burbuja de confianza.
—Pobre monumento, ya quedó en ruinas ¿verdad? —Se encontraba expuesta. Solo pensó en respuestas agresivas. El labio inferior le temblaba, listo para rematar con otro ataque.
—Qué grosera eres Sofía. Respeta a tu tía —agregó su madre.
—Literal ella empezó, ni al caso que me regañes. Dile algo a ella también.
—Mija, lo que te dije es porque me preocupo por ti. La diabetis es algo serio, ten cuidado.
—Ay tía, deme doctrina cuando no se esté tragando una dona. Y es diabetes, no diabetis —contestó. Atrapó la piel escurridiza bajo la mezclilla de sus pantalones mientras escapaba de su familia.
Las ideas que intentó internalizar, ahora le parecían cascarones rotos de huevo. De nuevo, la ansiedad se complicaba. Solo podía pensar en la necesidad del hambre.
Buscó provisiones para llenar su estómago. Salió y llevó con ella toda la variedad de sabores en productos: salados, amargos, ácidos, dulces. Un festín para sus papilas gustativas.
Condujo sin rumbo, la idea de volver a su hogar le parecía repugnante en esos momentos. Estacionó frente al río y sobre la tierra se sentó.
—A la monda —exclamó, pues del cielo se fugaban unas cuantas estrellas.
Uno de los meteoritos cayó cerca de su ubicación. Sofía cotejó la posibilidad de rastrear a la roca voladora. Sin nada que perder, siguió a la estela de humo.
Corrió entre mezquites, esquivó choyas, hasta llegar a la huella del meteorito. Como caldero ardiente, el humo se elevaba y dispersaba en el ambiente. No tenía un olor en particular, o tal vez ya había asesinado la capacidad de olfato de Sofía. Al principio se acercó con cautela. Aceleró el paso al no percibir peligro aparente. Perdía fuerza en las piernas conforme se acercaba al meteorito. Sofía desmayó y, a su lado, las piedras resplandecían.
La mayoría no soportó el viaje. Debía encontrar dónde aterrizar, de lo contrario, su existencia se esfumaría en un mundo por descubrir. Existía una variedad de vida a la cual podría aferrarse, pero, por caprichos del destino, su hogar yacía tendido sobre el suelo. Una vida rica y gigantesca, una oportunidad fantástica para su mundo microscópico. Las células de Sofía aceptaron sin ninguna oposición al extranjero.
Despertó desconcertada y asustada. Escapó de la escena, lista para refugiarse en su hogar. La esperaban su madre y su tía. Al verla –pálida y con la ropa sucia– la abrazaron y consolaron. El virus espacial se propagó por los cuerpos, un espectáculo hermoso exclusivo para ojos especiales. De conocer el efecto del virus ¿evitaría el contacto con su familia? Negativo, es más ¡seguro y hasta abría un puesto de abrazos gratis! Sofía la emprendedora.
Con el paso del tiempo, el virus aprendió de los huéspedes. Encontró al ladrón de nutrientes. Descubrió la fórmula secreta para hacerlos inmunes a las ideas que cantaban las sirenas de aguas puercas. Los parásitos murieron de hambre. Los efectos se apreciaban en todas partes: espejos, revistas y libros de texto gratuitos de Ciencias Naturales. Las personas se reconciliaban con su reflejo. No había necesidad de teorizar y analizar lo que veían en el espejo.
El virus resultó ser un devorador de parásitos. Las ideas encarnadas en los cuerpos aflojaban su agarre y soltaban la carne. Sin importar las medidas, eran sanos por dentro y por fuera. A los pocos años de su conquista, el virus cambió a la humanidad. Monumentos espaciales habitaban la Tierra.

Alondra Isabel (Sonora, 1995). Estudió Literaturas Hispánicas en la Universidad de Sonora. Actualmente es docente y a veces escribe.
Me gusta tanto como escribes. Tienes un talento nato para esto. Te auguro un gran futuro en el mundo de la escritura. Cuando te leo siento que estoy frente a una gran promesa de la literatura mexicana, y que en algunos años tus textos estarán en manos de muchos que visitan parques y estudian en las universidades.
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