I
Este hotel es regenteado por las siamesas
juntas mantienen el orden, de otra manera sería imposible
o no serían siamesas.
Un octubre, la tarde abrasadora cayó rota de su letargo
por el espasmo acuoso de la madre
mientras, entre las tejas del techo
un par −dos también− de viboreznos
estrenan sus colmillos con el suave cascarón.
La pierna de Vi, la izquierda
fue la primera atajada por el fórceps
la pinza y la fuerza son insuficientes
llora madre, llora Vi
y la enfermera empapa de lágrimas la sábana prevista para el recibimiento por la impotencia de no sustraer a la criatura del claustro.
Más pinzas, bisturíes y barreños para la sangre se presentan ante la parturienta
antes de descubrir la cabecita desde entonces sosegada de Mor, que inesperada, es la última.
Univitelinas, prorrumpe el galeno,
¿mía?, ¿mías? pretende descifrar mentalmente la madre.
II
Onfalópagas, simétricas y concordantes
contar su niñez es un poema-río de ritos
para caminar en la misma dirección
para aplaudir a las focas del acuario
para jugar frente al espejo.
Cohabitan el hígado, el intestino, la casa
en realidad es un hostal, el más de paso
el más de rompe y rasga
pero es el marco refulgente de su situación de parabiosis
como esos portarretratos kitsch que conseguías por un dólar en la feria.
III
Jugar escondidillas era más fácil si, sentadas en el recibidor, una cerraba los ojos mientras dictaba en voz alta
cuarto 309, 107, 202, dos, dos
la otra decía no, no, no, sí e intercambiaban.
Cuando su figura empezó a curvilinearse
la entretención cambió a adivinar
cuál parroquiano quemaba con la voz
cuál sacudía con la mirada
cuál pedía la llave de su habitación sin mirar hacia otro lado.
Había un juego más: sentada, sentadas, en el alfeizar de la ventana, una sacaba el tronco
y la otra sentía que flotaba.
Pero el calor se llevaba de a poco los días de recreo
les sustituían faenas propias de una pensión de abonados miserables que no da para empleados.
Y los viboreznos ya habían tenido doscientas crías de cincuate, no en el tejado, sino en los zarzales de a dos casas, en la cañada del arroyo, y más lejos, donde alguna cría de la cría robó la leche de un recién nacido por semanas.
IV
El sol calentaba más la sangre de Vi
o el agua de la ducha enfriaba el temperamento de Mor.
Brillante en la gloria del día, Vi acompañaba su risa cascabel con el tintineo del semanario de cuernos de toro pulidos
a su paso la tierra resoplaba una gravilla densa
y las aves confundían su maraña cabellera con ramas dispuestas al nido.
Mor, en cambio, elegía perlas como accesorio y si le hubiesen propuesto de oficio contemplar el paso del carretón a la oficina postal, sería la más empeñada, igual que su tozuda inspección del descenso de partículas de polvo que atravesaban la luz filtrada por entre las cortinas.
La oquedad en la mirada de Mor era un abismo que causaba vértigo al fisgón negligente, era subir el caracol escalera del hotelucho con la mirada fija en Acuario
desconociendo el arte demoledor de las ratas
puesto a prueba en la entraña de los peldaños.
Vi no cantaba porque sus párpados radiaban un Mi-Sol con cada pestañeo, mientras que en Mor todo era profundo
cavernoso
una cadencia de vagido o un pesaroso silencio
de esos que nadie quiere escuchar.
V
Si bien la inopia es la moneda de cambio del hostal
la recepción siempre era boyante.
Todo refulgente, con nubes en la ventana del cielo
del cristal lavado. Vi sobaba las crines de una figurilla de Epona con cabeza equina y parecía que la efigie le devolvía el gesto.
La partida, en cambio
no parte al inquilino
le aparta.
Se apea en el mostrador con su fardo de congojas y
Mor, de pie,
lánguida como una pintura barata, saca una balanza.
Todos hacen siempre lo mismo, el azoro es la primera prenda depositada.
Pero el peso no está dado en números
sino en semillas de arena o en cenizas secas.
Mor advierte un punto en el Norte y el forastero evade el flaco índice rasguñando con la vista el salitre en la pared.
Vi, comprensiva
intenta encontrar para el huésped el sentido en la mancha del estuco.
Una mira al Este, la otra al Norte
la cincuate entre las tejas
las siamesas mantienen, juntas, el orden de este lugar.

Anja Aguilera. Peregrina de la costa del Pacífico. Estudió Letras (UNAM). Le apasiona capturar recuerdos con su cámara y forjar poesía. Junto a Gina Kincowitch y Miguel Reinoso coordina Luz Vesania, gestión de contenido. Sus textos aparecen en media docena de antologías y su nombre tiene una entrada en la letra A del Diccionario de escritoras en Guadalajara (Salto Mortal, 2017). Desde 2019 tutela talleres de escritura exclusivos para mujeres, creando una analogía entre las labores textiles y la escritura femenina.