Karla Ruiz: Los edificios Frontera

Apenas me senté en el alféizar de la pequeña ventana de mi departamento —mentira, estoy en un pequeño rinconsito en el piso—, escuché el crepitar de la noche sobre las láminas de zinc y el cemento agrietado. El Complejo Frontera se componía de veinte edificios idénticos al mío: cuatro pisos, dos departamentos por planta y una extraña sensación de que, bajo esas capas de polvo, cada estructura respiraba en un mismo latido. Había un murmurar continuo que se filtraba entre las paredes, como un roce de pasos ajenos, como si los muros se comunicaran en un idioma que sólo aprendías a oír cuando el deseo atravesaba tu piel.

Desde que llegué, mi ambición principal era tener una vivienda digna. Un lugar que no se desmoronara a pedazos bajo mis pies en los primeros 5 años de vida, donde las baldosas no crujieran como si escondieran hormigas gigantes esperando salir. Pero cada noche, aquel deseo evidente parecía disolverse en la bruma. Empezaba a soñar con otras cosas —más comida, más espacio en la cama, más adornos que se acumularan sobre la mesa—, y así una voracidad incesante me hacía retorcer el corazón.

Mi vecina del cuarto piso me había confesado, susurrando, que cada vez que ella deseaba algo con un fervor incontrolable, el pasillo olía a humedad recién surgida del subsuelo. Otra, en el edificio contiguo, decía que la pintura de las paredes se agrietaba en patrones extraños, como jeroglíficos que describían aquel anhelo prohibido. No eran meras coincidencias: eran avisos de que algo en ese conjunto habitacional alimentaba los deseos humanos y los devolvía transformados.

Una tarde de viento áspero, me sorprendí anhelando un platillo caro, lleno de especias rojas y hierbas imposibles. El calor de la frontera me debilitaba y mi apetito se volvía febril. Sabía que no podía pagarlo, pero el deseo era tan intenso que ni siquiera sentía culpa. Al llegar al departamento, las grietas del techo se habían ensanchado. Caían pequeñas motas de yeso, palpitando como latidos diminutos. Entonces me di cuenta: mi hambre había mutado en algo más grande que un simple antojo, y el edificio lo manifestaba.

Aquella noche, desperté con un golpe sordo en la puerta. Encontré una caja de madera con mi nombre. Dentro, había un plato con el mismo guiso que había imaginado en mis sueños. Olía a hinojo y albahaca, a fuego lento, a un secreto casi místico: pizza. Lo devoré, sintiendo una adrenalina que no reconocía. Al terminar, mi estómago crujió como si reclamara más, más, más. Una historia dirigida por Miyazaki.

La segunda vez sucedió cuando me obsesioné con la idea de una cama suave, tan mullida, que me hundiera en ella como en una nube. Al amanecer, la encontré en la sala, con sábanas de satén color ocre y un colchón tan esponjoso que mis pies desaparecían al rozarlo. Me dormí al instante, sintiendo el susurro vivo de la tela contra mi piel. Al despertar, me invadió un vacío estomacal junto a un inconfesable desasosiego: no solo anhelaba aquella cama, la quería rodeada de un lujoso biombo, con almohadas bordadas en oro viejo.

El deseo crecía y, con él, algo siniestro se esparcía en los muros. Me sorprendí al ver cómo el ascensor se detenía en pisos inexistentes, en rendijas que se abrían en los pasillos conducidas por un aire serpenteante. Cada residente tenía su propio fragmento de anhelo materializado: sandalias de cuero de borrego que aparecían sobre la puerta, pasteles de merengue en la terraza, jarrones barrocos con flores negras en los pasillos. Todo aparecía sin razón, casi como un tributo demencial de nuestro deseo multiplicado.

Observé los edificios en lontananza, iguales a mi complejo, y me pregunté si también ellos latirían de la misma forma. Uno a uno, empezaban a mostrar fisuras, brillos incómodos en las ventanas, luces que parpadeaban durante el alba. Era como si algo se alimentara de nuestras aspiraciones, haciendo brotar el delirio de poseer más, de una forma colosal que nos rebasaba.

Una madrugada, en un arranque de lucidez, me dije que detendría aquella locura. Había conseguido, en mi inútil acumulación, unos tenis running carísimos que apenas había probado; brillaban con una luz propia, un halo turbio y carmesí, como si escaparan de un sueño; volaban, se podría decir. Mi cama se había convertido en un capullo dorado que me aislaba de la realidad. Y el plato de comida soñado era inagotable: cada día, un nuevo sabor aparecía junto a mi puerta, incitándome a comer hasta sofocarme.

Pero ya no deseaba nada. Me asustaba desear. Podía sentir cómo el edificio susurraba, abriendo un crujido más profundo en el techo. Cada vez que yo siquiera pensaba en querer algo, la estructura entera palpitaba, y oía voces —o cantos— en el yeso. Los pasillos se tornaban húmedos, viscosos, como si los muros transpiraran.

Una noche, encendí una vela y me senté en medio de la sala. Dispuesta a renunciar, cerré los ojos y repetí: “Ya no quiero… ya no…” Pero era mentirme. En realidad, deseaba vivir en un sitio digno, tener una vida más sencilla, y al mismo tiempo no renunciar a la calidez del colchón suave, al sabor de la comida que se deslizaba dulcemente por mi garganta, a la tentación de unos tenis perfectos.

Sentí un escalofrío cuando las paredes empezaron a ceder. Se contrajeron como un enorme pulmón y, de pronto, se abrieron hendiduras en las que podía ver sombras reptantes, manos grises, ojos difusos que se asomaban del otro lado. Un coro de respiraciones invadió el departamento, y comprendí que lo que habitaba allí no era exactamente el complejo de edificios, sino algo más antiguo, un anhelo primigenio que nos ataba a todas.

El aire se volvió denso, arremolinado, y la vela se apagó. Entre la penumbra, alcancé a ver el destello rojo de los tenis, clavados como estacas en el piso. Me levanté con temor y caminé descalza hacia ellas. La piel de mis pies se encendió con un hormigueo eléctrico. Me las puse. El colchón de impresora 3D resonó contra el suelo, un eco que se prolongó por cada pasillo, rebotando en las ventanas, alimentando el rumor de las grietas. Imaginé a mis vecinas en sus departamentos, sintiendo, todas a la vez, ese mismo impulso de saciar sus deseos.

Miré por la ventana: en cada uno de los edificios repetidos se encendía, al unísono, una luz. Una luz cuyo brillo no era humano, sino espectral, invitándonos a devorarlo todo, a poseerlo todo. Llamándonos a sacrificar la cordura a cambio de satisfacer cada ansia.

Mi respiración se tornó entrecortada. ¿Me dejaría devorar por ese anhelo infinito, o escaparía de él? La frontera, con su viento y su polvo, era una línea borrosa: yo podía saltar al vacío y dejar tras de mí ese retorcido microcosmos que pretendía atraparme. Pero al recordar la piel suave de mi cama, el dulce sabor en mi paladar, el roce cálido en mis pies… supe que mi propia sangre clamaba por más.

De pronto, un estruendo sacudió todo el edificio y me impulsó a volver la mirada. Las paredes se sacudían, los muebles adquirían rostros informes, se alzaban en formas híbridas de animal y objeto. Y comprendí que, en ese territorio intermedio, la frontera no era sólo un lugar geográfico, sino un umbral hacia la metamorfosis. Allí, mi deseo era un eco que no podría negar.

Entonces, cerré los ojos y me dejé guiar por la vibración del edificio, por ese canto oscuro de lo desconocido. Me interné en el pasillo, las sandalias resonando, mientras el concreto se convertía en surcos de un vientre vivo. Todo palpitaba a mi alrededor. Sentía que caminaba sobre la piel de una bestia monumental que susurraba mi nombre. Y, en mi último instante de consciencia, antes de que el suelo se abriera bajo mis pies, tuve una epifanía agria: nuestro afán de una vivienda digna era un grito desesperado, una súplica de refugio. Pero el anhelo de los lujos, de lo exquisito, de lo infinito, había corrompido ese deseo primigenio hasta transformarlo en una bestia que se alimentaba de nosotras.

Cuando las tinieblas se cerraron, supe que me fundiría con aquellas paredes, con todos los departamentos, con cada uno de los pasillos. Y que, en ese abrazo concreto y ceniciento, el Complejo Frontera seguiría multiplicando los deseos, latiendo como un único cuerpo hambriento, insuflando a cada nueva inquilina la promesa insaciable de tener… siempre… más.

Soy una docente de la Universidad Autónoma de Baja California, dedicada al área de la educación, actualmente estudio un doctorado en el Instituto de Investigación y Desarrollo Educativo. Pero, lo más trascendente, soy escritora; acabo de publicar mi libro Algazara. En mis tiempos libres me gusta mirar al vacío para ver si alumbra algo.

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