Karen Hernández: Buñuelos

El velorio comenzó en punto de las cuatro de la tarde. Nadie había llegado aún, pero casi todo estaba listo, a excepción de la cena especial. Humedecí mis manos con un poco de leche para compilar las migajas de pan duro que estaban sobre la mesa y formé pequeñas bolitas para preparar unos ricos buñuelos. Mientras hacía las bolitas de pan, me di cuenta de que tenía ampollas en la palma de mis manos y una que otra quemadura entre mis dedos. No recordé el momento exacto en el que me había lastimado, así que sólo me sorprendió el hecho de no haber sentido dolor cuando esto ocurrió.

En seguida lavé mis manos para apreciar mejor las heridas, y entonces decidí continuar cocinando al notar que no se trataba de algo grave. Al mismo tiempo, intenté retomar otros quehaceres que había que sacar adelante con rapidez antes de que llegara la gente.Tomé un recipiente para batir un par de huevos y elaborar el capeado del pan. Por un momento, tuve la sensación de no saber con claridad lo que estaba preparando. Veía el reloj y miraba una de las puertas de la cocina que daba hacia la habitación de María, en donde tenía la esperanza de que al abrirse pudiera ver la imagen de aquel rostro joven que ahora descansaba en paz.

Mientras los buñuelos se freían, tuve la intención de poner la mesa y acomodar las flores que habían enviado desde temprano a casa. Cuando coloqué el último florero en el centro de la mesa para cenar, éste se derramó sobre una arruga del mantel mal puesto y al tratar de detener su caída, me espiné con una de las rosas blancas. Lo dejé así y corrí hacia la estufa para revisar la fritura de los buñuelos que había dejado a fuego lento.

Ya no quedaba tiempo y me encontraba al borde de la desesperación porque el reloj marcaba una hora de retraso para iniciar la ceremonia y las personas todavía no llegaban. Tampoco había logrado terminar el platillo para la cena. Al llegar a la estufa, percibí un olor a quemado y sin pensarlo metí mis manos a la olla con aceite hirviendo para sacar los buñuelos. Los dejé en una charola y me fui de la cocina.

Las veladoras ya no tenían cera y las flores se veían cada vez más marchitas. María ya no estaba en el féretro. Regresé a la cocina y continúe preparando el dulce de piloncillo con canela para verter sobre los buñuelos. Finalmente, llamé a las personas para cenar —¡pasen a comer unos ricos buñuelos, muchas gracias por venir!— grité desde el comedor.

Sentí que nadie me había escuchado, pero por la puerta sólo entró un colibrí, dejó caer una rosa blanca y salió por la ventana. Fui a la habitación de María, sobre su cama yacía su esqueleto. Rompí en llanto porque no quería dejarla ir. Llevaba cinco años preparándome para su velorio, pero era momento de decir adiós.

Hola, soy Karen Hernández, me gusta leer para vivir.

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