Madrugada. Un calor insoportable. Me revuelvo incómoda entre las sábanas, la tela se enreda en mis piernas; mi espalda completamente sudada hace que se pegue mi playera y me causa comezón. Imposible dormir. Me llegan los ruidos de la calle a través de la ventana. Me levanto y corro las cortinas. Los veo jugar allá abajo iluminados por la luz plateada de la luna llena; suben y bajan de las banquetas, se persiguen y tiran los botes de basura… son los perros. Ladran, primero ladridos aislados, notas discordantes sin compás. Llegan más de ellos de las calles aledañas. Sus ladridos crean una melodía: ladridos graves, ladridos agudos de pequeños mestizos. Una extraña canción repercutiendo en mis oídos. De repente da la vuelta por el callejón el perro más grande que he visto, pardo, extremadamente flaco, las costillas se dibujan perfectamente debajo del pellejo, las orejas erguidas, los colmillos de un blanco irreal. Todos quedan en silencio, gruñen formando un círculo a su alrededor; los gruñidos toman un ritmo acompasado, hipnotizante. La calle vibra, el pavimento pareciera respirar, edificios y comercios circundantes también. Poco a poco caigo en el embrujo del ritmo. Mis piernas se mueven, camino descalza con las luces apagadas, salgo del departamento y bajo las escaleras; mi cuerpo se mueve ajeno a mi voluntad obnubilada por aquel ritmo atávico. Desaparecen luces, pavimento, cables; sólo la noche alrededor. Llego ahí con ellos, soy parte de la manada en torno al recién llegado. Siento mis vellos erizados y mi columna vertebral arqueada: la sangre se agolpa en mi tráquea, siguiendo el ritmo de los gruñidos, baja y sube desde mi plexo solar hasta mi cerebro. Una nota va formándose en mi interior y escapa de mi boca. Un aullido largo, un sonido melancólico encarcelado por siglos de civilización. Los demás canes se unen a mi lamento; uno a uno los aullidos pueblan la noche; una canción palpitante que se va cerrando en torno al perro desconocido, que no atina más que mostrar sus colmillos y erguirse. La canción continúa, me siento un títere cuya voluntad maneja el coro de aullidos. Me lanzo contra el perro, entierro mis dientes en su lomo; reacciona volteando su hocico contra mis piernas, clavando sus colmillos en mi muslo. El círculo de aullidos se cierra aún más a nuestro alrededor; ejecutamos una extraña danza en los que salen girones de pelos, piel y sangre, al ritmo de esa melodía a capela frenética que hace palpitar mis sienes al borde de sentir que reventarán. Salto a la yugular y muerdo lo más fuerte que puedo; él se debate hasta quedar quieto y echarse sobre sus patas delanteras en completa sumisión. Lamo las heridas de su lomo; muestra de aceptación dentro de la manada. La canción alrededor nuestro se torna más suave. El claxon del primer autobús a lo lejos, anuncia la próxima llegada del amanecer .
Cojeando, sangrante, subo dejando la madrugada y la canción de los perros tras de mí.

Azucena Azul, León Renegrido. Metepec, Estado de México. Soy Titiritera, cuentera y compulsiva escribiente que, narro historias distópicas, a veces fantástica y otras terroríficas, envueltas entre las atmósferas del post punk y los compases del blues. Participé en diversas antologías, fanzines, revistas digitales y alguna que otra publicación que por el momento no me acuerdo.
FB: MaAzucena RobledoLa


Hermoso¡
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