Génesis García: Ceiba roja

Si pudiesen definir a María Elena con una sola palabra, esta sería tozudez. Digna hija de su madre y heredera de una larga línea de mujeres luchadoras, María Elena jamás dio su brazo a torcer. Resistió todas las palizas que recibió su madre embarazada, aferrándose al vientre materno con uñas y dientes. Resistió el largo viaje que llevó a mamá de regreso a casa cuando decidió dejar atrás al hombre de sus pesadillas y soportó todas las vicisitudes del camino, incluyendo el difícil parto en medio de la jungla, el calor opresivo, la humedad y las picaduras de moscos. Se sobrepuso a la cojera que la afectó desde su nacimiento, a la falta de oportunidades, a la escasez de alimentos y a la pobreza perra que las mantuvo prisioneras por años. Todo lo que la vida le puso por delante, María Elena lo echó por tierra con su tozudez y fuerza de voluntad como únicas herramientas. Y siempre, siempre triunfó. 

La niña se crio entre raíces y hierba, protegida del sol por la espesura verde e inmensa que se extendía sobre su cabeza. El olor a tierra mojada, a hojas muertas y a flores silvestres se coló bajo su piel y entró en sus venas desde temprana edad, convirtiéndola en una criatura más del bosque. La pequeña cojeaba con rapidez entre las rocas y las raíces, persiguiendo monos y ahuyentando serpientes. Bebía de los arroyos y comía los frutos de los árboles; conocía el llamado de los jaguares, el grito de las guacamayas y el silbido de las anacondas que recorrían el río y se escondían de las embarcaciones. Sabía como esconderse entre la hierba y como utilizar el veneno de los sapos para su beneficio. Era una pequeña ninfa del bosque, despreocupada y feliz, creciendo bajo las ceibas, su árbol favorito, como una florecilla más. 

Su madre se dedicaba a curar enfermos y espirituados, usando para ello toda la fuerza de la naturaleza voluptuosa y enloquecida que las rodeaba. La niña aprendió muy pronto a conocer cada planta, raíz, flor y hongo por nombre y función: sabía qué hojas servían para bajar la fiebre y cuáles flores eran las indicadas para tratar una infección estomacal. Mezclando hierbas y flores podían curar el espanto, detener el flujo, apagar la fiebre, sacar lustre al cabello y encender las pasiones de los hombres más fríos. Podían paralizar a un corazón malvado, ahuyentar al dolor, acallar las penas de amor y expulsar a los malos espíritus que querían llevarse a los niños a la tumba antes de tiempo. Su madre sabía cómo alargar la vida y prolongar la muerte, cómo provocar dolor y cómo quitarlo. Era una mujer poderosa y la niña quería ser como ella. 

Cuando la muerte se la llevó algunos años después, María Elena se convirtió en la nueva matriarca de su pequeña comunidad y ocupó orgullosamente el lugar vacante de su madre como curandera y consejera. Las personas acudían a ella con sus dolores y sus cuitas, sus rencillas y sus denuncias. Por eso, cuando los primeros enviados del gobierno aparecieron en la aldea, los habitantes los guiaron a la cabaña de María Elena. Los hombres, sudorosos y claramente incómodos, le explicaron la necesidad de construir una represa para surtir con electricidad a toda la zona. Hablaron de progreso y unidad, de políticas públicas, promesas de campaña y planes de indemnización. Le ofrecieron trasladar su comunidad a una zona urbana, cercana a escuelas y hospitales, comercios y servicios. Su vida cambiaría, afirmaron sonrientes, esperando una respuesta positiva que jamás llegó. 

María Elena era analfabeta y carecía de preparación, pero no era tonta. Pudo ver con toda claridad las mentiras que se escondían tras las lisonjas y los ofrecimientos y se negó tajantemente a aceptar ninguna oferta. La selva era su hogar, el hogar de todos ellos y no lo dejarían morir por la promesa de un centro comercial y casitas minúsculas y oprimentes en un infierno de concreto. En un santiamén organizó a su gente y sus voces airadas y coléricas se alzaron en contra de la injusticia y la falta de humanidad de las grandes corporaciones y los gobiernos corruptos. A su protesta se sumaron más actores: organizaciones sociales, abogados ambientalistas, voluntarios y soñadores que se negaban a dejar morir al pulmón verde del planeta. Tan alto se alzó su voz que las autoridades no tuvieron más opción que dar su brazo a torcer y ceder ante esa mujer pequeña y tullida, que compensaba su falta de instrucción y poder con pura y llana tozudez. 

Sin embargo, no iban a quedarse de brazos cruzados. 

El día que María Elena vio llegar a un grupo de hombres armados a su cabaña, supo que sería el último día que vería el sol. Los sicarios contratados por la empresa constructora se dejaron caer sobre ella como lobos sobre su presa y tal como una manada de animales la destrozaron hasta que no quedó de ella más que un montón de despojos ensangrentados. Vejada y humillada, arrastraron lo poco que quedaba de ella y la sepultaron en una tumba poco profunda a los pies de una ceiba. En la aldea, sus vecinos y amigos la buscaron desesperadamente y se alzaron en un clamor enfurecido, pidiendo justicia, respuestas. El gobierno negó toda participación y ofreció el trabajo de sus mejores agentes para resolver el caso, pero nadie fue capaz de darles una respuesta satisfactoria. María Elena había desaparecido y ya nada la traería de vuelta. Las autoridades esperaron un par de meses y luego, desalojaron por la fuerza a las comunidades indígenas que se resistían a la intervención de la selva. Sin un líder, desesperados y desesperanzados, los habitantes de la selva se rindieron y recogieron sus escasas pertenencias para dejar atrás el mundo que conocían y trasladarse a la ciudad donde desaparecerían entre el gris del concreto y la maldad de la gente. 

Lo que no tuvieron en cuenta fue la tozudez de María Elena. Cuando llegó la primera cuadrilla a explorar el terreno, se encontraron con la ceiba completamente florecida. Grandes flores, rojas como la sangre, decoraban las ramas y cubrían el suelo a su alrededor como un manto. Por alguna razón su presencia puso nerviosos a los leñadores. La selva siempre estaba llena de sonidos: cantos de aves, llamadas de animales, el susurro de las hojas en el viento… pero, alrededor del árbol no se escuchaba nada. Ni siquiera un insecto. No había viento ni brisa, pero las flores se mecían y las ramas parecían extenderse hacia ellos como dedos ensangrentados, amenazantes y ominosas. El capataz, nervioso, decidió echar por tierra los resquemores de sus hombres y contra todo buen juicio, dio la orden de avanzar. 

—No se queden ahí parados como imbéciles. Nos pagan por trabajar, no por observar la naturaleza—, gruñó y de inmediato el pesado ruido de las sierras rompió el silencio de la selva. 

El escándalo, sin embargo, no duraría demasiado. Antes que la primera sierra pudiera siquiera posarse sobre el tronco de la ceiba, las raíces se alzaron de la tierra con violencia, envolviéndose alrededor de los aterrados trabajadores. Rápidas y ágiles como látigos, las raíces persiguieron a aquellos que intentaron huir, arrastrándolos de regreso a la ceiba con ferocidad. Los árboles a su alrededor parecían rugir y alzaban también las raíces, haciendo tropezar a los hombres y arrojándolos contra las rocas y los troncos de otros árboles, como si se tratase de un macabro juego de pelota. La selva se llenó de gritos, alaridos y del espantoso sonido de huesos rompiéndose. El suelo se cubrió de sangre y vísceras mientras los árboles seguían rugiendo y arrojando sobre ellos toda su furia. Pronto toda la cuadrilla yacía sobre el suelo del bosque convertidos en despojos humanos. Todos, excepto uno. 

El último en caer fue el capataz. Él fue el guía de los sicarios que atacaron a María Elena y el bosque parecía saberlo. El hombre cayó al suelo empapado de sangre y se arrastró por el suelo, intentando escapar mientras las raíces lo perseguían lentamente, serpenteando sobre la tierra con una agonizante parsimonia. 

—Yo no fui, yo no hice nada—, sollozaba, con el rostro cubierto de mugre, mocos y sangre ajena—. Perdóname, te lo suplico…

En ese momento, una fila de hongos enormes y blanquecinos se materializaron frente a él, impidiéndole el escape. Antes que pudiera reaccionar, una nube de esporas chocaron contra su rostro, cegándolo. La sorpresa dio paso al espanto cuando un dolor lacerante y terrible sacudió cada uno de sus nervios, retorciéndolos y estirándolos hasta romperlos. La agonía era tal que sus esfínteres se liberaron de golpe y sus alaridos se escucharon a kilómetros a la redonda. Sólo entonces, las raíces lo arrastraron junto a sus compañeros a su tumba bajo la ceiba. Cuando los agentes del gobierno descubrieron los cadáveres a los pies del árbol, algunos días más tarde, encontraron también el cuerpo de María Elena reposando entre ellos como una reina cubierta de flores rojas. 

Génesis García (Chile, 1990), soy historiadora, escritora y tallerista. He publicado en revistas literarias especializadas (Licor de Cuervo, El Nahual Errante, El Axioma, Teoría Ómicron, Nudo Gordiano, Chile del Terror, La Sílaba). Soy acreedora de varios premios nacionales e internacionales y he participado también en diversas antologías publicadas a lo largo y ancho de América Latina y España.

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