En el calor concentrado del medio día, el olor de las flores resultaba más penetrante; había muchísimas, como si su marido no hubiera sido un rajadiablos, pero era también un hombre poderoso y rico. Medio pueblo esperaba en su casa la salida del cortejo.
Enfundada en su traje negro, de luto riguroso, con el moño tirante, se esforzaba por mantener la cordura. Un poco más, se decía. Sobria, recta, acalorada, mareada, pero consciente de las miradas que la escudriñaban, calibrando sus más mínimos gestos, evaluando su compostura, midiendo su dolor, erigiéndose en jueces que no pasan nada por alto, en inquisidores y verdugos, que eran los papeles favoritos de sus buenos vecinos.
El camino hacia el panteón fue una larga penitencia que resistió impertérrita. Se había prometido a sí misma no llorar sin embargo, al caer la tierra sobre el féretro, se le escaparon dos lágrimas silenciosas que desapareció tras un pañuelo de papel; después de todo enterraba muchos años, muchos recuerdos y toda una vida junto a ese hombre que yacía bajo la tierra, finalmente resignado a guardar silencio, como resignada ella recibió pésames y lamentos, con la rigidez del soldado en los últimos momentos de guardia.
Los parientes más cercanos la acompañaron de regreso, sin que pudiera impedirlo. Prepararon café, conversaron largamente, recorrieron la casa, usaron las habitaciones haciendo insinuaciones…
«Quizá nos podamos mudar los niños y yo, contigo algunos días, tía». «Te vas a sentir muy sola en esta casa. Lo que más te conviene es venderla, para qué quieres tanto espacio. Opinando, disponiendo». Un poco más, se repetía.
Finalmente se despidieron con abrazos y promesas y trancó la puerta a sus espaldas.
Respiró profundamente, se quitó los zapatos y las medias y descalza recorrió la fría loseta para cerrar cada cortina.
Saboreó el olor a encierro y soledad. Entonces, con cuidado, calculando cada movimiento, emulando a una bailarina grácil y delicada, se desprendió de la ropa que la cubría, cada prenda fue a parar al piso. Con seriedad desató su cabellera y le cayó sobre la espalda. Así desnuda empezó a dar vueltas sobre sí misma, abriendo los brazos, sonriendo con timidez, pero divertida, descubriendo su ritmo, recordando cuando era niña y ese simple juego de girar y girar la embriagaba de alegría. Fue acelerando la cadencia, inventando nuevos movimientos, soltando su cuerpo, disfrutando, riendo, abrazándose y sintiéndose por primera vez en mucho tiempo, libre.

Hola, yo soy Carolina (originaria de Pachuca, Hidalgo), psicóloga y docente. Disfruto mucho la lectura y hablar sobre lo que leo porque me ayuda a construir nuevos significados a partir de otras perspectivas. En esta ocasión les comparto un pequeño texto inspirado en la obra de Amparo Dávila, que animada por mis compañeras y afianzada en esa confianza y apoyo hoy les comparto, espero que disfruten.