Miraba el jardín mientras lavaba los trastes, era el ritual de cada tarde después de cocinar. Las magnolias tan impecables saludaban a las daturas, las rosas se dejaban acariciar por el viento y yo embelesada por su baile, parecía eterno… Tan pronto el reloj marcaba las siete, la puerta se abría y daba paso a otro ritual, recibirlo y servirle la cena. «Es todo lo que tienes que hacer», me decía a modo de reproche, porque siempre estaba tan cansada que no me quedaban fuerzas para servirme hasta en la cama. Cruzaba la puerta y él sólo quería devorar. Dejaba su maletín en un pequeño mueble; se quitaba el saco y lo ponía en el perchero; aventaba los zapatos y sacaba debajo del sillón un par de pantuflas que usaba para el descanso. Se acomodaba en su silla del comedor y me miraba fijamente, sin decir palabra alguna. Esa era la señal para empezar a servir la cena. Daba media vuelta, iba a la cocina y sacaba los platos, colocaba todo en la mesa y regresaba por la comida. A él no le gustaba comer los sobrantes de un día antes, todo debía estar recién cocinado siguiendo las indicaciones del recetario de su mamá. Era un libro viejo de cientos de hojas escritas por ella, su regalo de bodas para mí. Si este libro no te funciona para hacerlo feliz, te hará feliz a ti, panza llena, corazón contento, me dijo al oído.
Al principio cuando nos casamos, yo me sentía muy feliz haciéndole el desayuno, el almuerzo para llevar al trabajo y la cena. A él no le gustaba mucho el toque que le daba, sin embargo, me esforzaba por perfeccionar cada receta y así mantenerlo alegre y enamorado. Mi mamá me decía lo mismo, el amor entra por la panza. Y es que sí estábamos muy enamorados, pero no sé por qué, después de unos meses todo se sentía tan diferente, como si me hubiera casado con un hombre que se había ido. Aquel sonriente y encantador hombre que me llenaba de besos y palabras lindas, no era éste que tenía enfrente esperando su platillo sin siquiera saludarme antes. En cuanto dejaba la comida en su plato, su mirada fija cambiaba de ángulo; ahí yo me desaparecía mientras cenábamos. En ese momento sólo existía él y sus trozos de carne apenas masticados con la boca semiabierta. También parecía eterno, pero insoportable. Engullía, chirriaba la lengua, salpicaba. Yo cerraba los ojos mientras pasaba un bocado, otro, imaginando a las daturas regresando el saludo a las magnolias… No pasaban ni diez minutos y se había tragado todo… Todo lo que había cocinado en tres horas.
Así eran todos mis días, incluyendo fines de semana; como si al casarme con este hombre hubiese adquirido un trabajo de tiempo completo, pero sin paga. Tienes todas las comodidades que otras mujeres quisieran tener, me decía cuando le pedía regresar a mi antiguo empleo. Habíamos acordado que los primeros meses podría quedarme en casa por si llegaba a embarazarme, ambos queríamos hijos… Tampoco llegaban porque era agotador preparar cada receta para las comidas del día; limpiar la casa, lavar la ropa, regar las plantas. ¿Habría dejado de amarme?, ¿quizá no le gusta la vida conmigo?, ¿cocino tan mal? Me preguntaba a mí misma entre tanto silencio. Extrañaba conversar, sentirme amada, no como un objeto despachador de felicidad para mi marido. Llegaba la tarde, lavaba los trastes, las flores, el reloj, la puerta, la cena, la deglución, el estrépito, el cansancio, la noche.
Aquella tarde fue diferente, no quise seguir la siguiente hoja del recetario, eran tantas que aún faltaba mucho por repetir los mismos guisos. No lo había hojeado por completo, quise preparar una de las últimas recetas, pero al revisarlas me di cuenta que era un apartado de herbolaria con dibujos de plantas a lápiz que especificaba si se podían comer o no. Entonces salí al jardín con el libro en mano y saludé a las magnolias y a las daturas. Miré las rosas, las azucenas, el toronjil. Sabía de los nombres de las plantas porque mi abuela cuidaba mucho su jardín y a mí me gustaba verla mientras lo hacía. Saludaba a cada una por su nombre y las regaba. Pensaba que si no les decías cosas bonitas, se marchitarían. Era el ritual de la abuela para salir de las paredes de la casa y hacer algo que a ella le gustara. Los dibujos de las plantas que se podían comer tenían los números de las páginas en los que se explicaba alguna receta; las que no, una breve descripción de sus efectos. Miré la hora, no tenía mucho tiempo para preparar la cena. Me dispuse a hacer la receta de la página 356: Gratén de papas con calabacín y de postre una Pavlova de frutos rojos. Realmente me esmeraba en que él fuera feliz.
Miraba el jardín, saludaba a las magnolias y las daturas mientras terminaba de lavar los trastes. El reloj marcó las siete, abrió la puerta. Dejó su maletín, el saco, los zapatos; sacó las pantuflas. Se sentó, me miró fijamente. Di media vuelta, fui a la cocina por los platos, los puse en la mesa. Regresé a la cocina por la cena y llené su plato. Desaparecí. Engulló, chirrió la lengua, salpicó. Me levanté para retirar su plato y servir el postre. Una corona hermosa de frutos rojos rodeaba el contorno de la Pavlova, la receta decía que en el centro debía poner una flor. Le llevé el postre y me senté, para desaparecer, otra vez por un momento. Engulló, chirrió la lengua, salpicó. Yo cerré los ojos mientras pasaba un bocado, otro, imaginando a las daturas saludándome… Si no les hablas, se marchitan, decía mi abuela.

Nací en la Ciudad de México. Soy parte de la primera generación de la Escuela Feminista Comunitaria de Creación Literaria de Ingrávida. Soy madre, feminista, pedagoga; ahora me reconozco escritora. Colaboro con Tallercitas Feministas por el gusto de estar en relación. Recientemente gané el premio nacional para Mujeres Cuentistas de Ciencia Ficción de Imaginarias Premio.