Cuando me desperté esa mañana, lo que vi en el espejo fue un rostro completamente nuevo. Fresco, limpio, carente de miedo. Lo único que veía era el deseo. La vigorosa mirada que uno tiene en la juventud, emocionada por descubrir el mundo que aguarda en el exterior.
Hace años que no salía de aquel departamento antiguo, herencia de mis padres. Cuando Diana se marchó a estudiar a la capital, lo único que quedó fue acoplar nuestras vidas a la soledad. A las comidas bien cronometradas, a las salidas dominicales a la iglesia y al progresivo silencio que cómo la humedad se acumulaba dentro de la casa. De vez en cuando me sorprendía escuchar mi propia voz resonar en el eco de mi garganta. Sergio levantaba la mirada, se daba cuenta de que me encontraba hablando sola y me dedicaba un gruñido exasperado. Las últimas muestras de afecto que quedaban entre nosotros habían desaparecido tras la partida de Diana. Dejamos de pretender y nos convertimos en lo que en realidad siempre fuimos. Extraños que compartían una casa, completamente aislados el uno del otro. El ruido le molestaba, las pláticas matutinas habían quedado en el pasado. Con el tiempo comenzábamos a olvidar los recuerdos, la vida que nos había pertenecido antes. Pero parada, muy quieta frente a mi reflejo jovial, me encontraba viva de nuevo.
Le pregunté a Don Juan de la panadería si notaba algo diferente, a Sofía, la vecina, incluso a un par de extraños en la calle. Todos me miraron perplejos, inseguros de qué contestar. Algunos hasta preguntaron si estaba perdida. No sabía la respuesta a esa pregunta. Entonces decidí huir. Aprovechar la segunda oportunidad que la vida me ofrecía y encontrar un lugar donde pudiera empezar de nuevo.
Había vivido a la sombra de mis errores toda una vida y finalmente podía enmendar mis penas. Pensé en la infinidad de posibilidades que se construían y se desintegraban en mi mente. Derrochar el tiempo, no quería nada más que eso. Todas esas décadas, asustada por el paso de los años, viviendo al borde del vacío. Perdiendo años en relaciones rotas, en alianzas crueles, en sueños abandonados por el descuido. Estaba cansada de ser el eterno olvido, aquello que el tiempo había desgarrado a su paso. Regresé a la casa, usé mi voz como nunca lo había hecho. Le grité a Sergio. Destruí aquel hogar que nunca me había pertenecido. Documentos viejos, argollas de matrimonio, fotos y diarios. Todo terminó en pedazos. Una recolecta de emociones que regresaban a mí por medio de esa juventud tardía. Sergio quedó anonadado, inseguro de sus acciones. Lo abandoné, dejándolo atrás con el caos a su paso. Tomé el primer autobús sin un destino en mente, fue cuando me di cuenta de mi reflejo. En el exterior nada había cambiado, pero por dentro se detonaban mundos que nunca habría imaginado.

Brenda Cristina Moreno Rosas. Egresada de la Licenciatura en Letras Modernas Inglesas en la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM. Ha publicado reseña y ensayo en la revista Punto de partida UNAM y en el Blog de los jóvenes: RUM.