En el centro de control animal, cual patíbulo, se respira un denso aire que colma los pulmones de aquellos suspiros aspirados de quienes se saben cerca del final y exhalan como único recuerdo de una vida trunca: mezcla de golpes, desvelos y estómagos vacíos. Los lamentos de los condenados juegan con las tonalidades que sus voces les permiten: algunas agudas, otras ahogadas y graves; sollozos y murmullos. Los cachorros gimen escondiendo la cara en los vientres de sus madres. Los solitarios yacen contra la pared con los ojos cerrados en medio de un charco de orina.
Los pasos del verdugo tienen un sonido elástico por las gruesas botas de hule que aíslan la electricidad. Más arriba de ese cuerpo apocalíptico pueden verse los guantes que sostienen el electrodo, el mismo que se inserta en el ano del condenado con el fin de llevar más rápido la descarga eléctrica a su desahuciada figura, previamente empapada no solo en agua sino en sudor y lágrimas que escurren por el rostro de quien dejará de existir.
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En Toilet Park, los habitantes se reunieron llamados por una nueva atracción.
—Se dice que es una especie genéticamente modificada. La mayoría es pelona para evitarnos alergias, yo ya le prometí uno a mi hija si se porta bien.
—¿Cómo se llaman?
—Humanos, dicen que son limpios y que no hacen ruido porque se les suprimió las cuerdas vocales.
Los habitantes de Toilet Park sacudieron sus colas, complacidos por el boom humano.
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El verdugo ama su trabajo, suele salir en su camioneta a recoger humanos que ve por las calles. Horas atrás, encontró una hembra que peinaba a su cachorra y aunque esta mostró los dientes y se le fue encima a arañazos no pudo escapar del lazo en el cuello; con la pequeña no hubo necesidad de recurrir a los dardos. Mientras conducía, el verdugo aullaba al ritmo de una canción en la radio. Los humanos del camino, extraños ante sí, se observaron midiendo el peligro. Un espécimen grande y moreno, con un brazo roto que colgaba de su cuello, trató de abrir la puerta del vehículo y en su desespero perdió hasta las uñas.
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—Mire, por falta de espacio ya no puedo tenerlo en casa, aparte salgo de viaje y no sale conmigo porque se marea y vuelve el estómago, tampoco lo dejo solo porque todo agarra y rompe. Lo mejor es que lo duerman, así ya no sufre.
El humano se arrodilla, junta sus manos en señal de súplica, sacude su cuerpo desnudo y se aferra al collar de su cuerpo. Es aún joven y sus piernas y brazos son fuertes.
—Ma…má… —trata de pronunciar, a base de ensayo y error, lo que ha aprendido por años.
Se aferra a la pierna de su dueña con tanta fuerza que le arranca mechones de pelo. Esta gruñe y enseña sus afilados colmillos a la par que eriza el pelaje y ondea su cola, ladra para hacerle ver que no es un juego. El humano la suelta, aterrado.
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El verdugo recorre las jaulas, buscando a su siguiente presa para hacer espacio a las nuevas adquisiciones. Ve a una anciana de ojos nublados, cuya cabellera blanca y espesa le cubre la mitad de su cuerpo. Comparte jaula con tres cachorros que se ocultan tras de ella. El sacrificio número 753 desde que se inauguró el centro de control animal. La vieja, inerte, apenas oye el rechinido de la reja que se abre y los pasos de aquel que la llevará al salón de electricidad. El verdugo enseña los dientes a los niños quienes escapan a los rincones, excepto uno que se arrastra con las manos por una lesión en la columna.
La anciana aspira el aroma del pelaje de su captor, eleva su mano para tocarle el rostro y este se sobresalta, pero el tacto de la vieja no para: acaricia su frente y va más allá de las orejas, desciende por la barbilla y toca el abundante pelo que escapa del uniforme plástico.
—Shhh, shhh, shhh, bu…en… chi…co… shhh, shhh.
El verdugo no controla sus impulsos, lanza una dentellada con miras a arrancarle el brazo de una mordida, pero es la lengua la que sale y lame los dedos de la vieja.
—Bu…en… chi…co, shhh, shhh —dice la anciana. Su brazo baja y ella se desploma.
El verdugo olfatea, empuja con el hocico el cuerpo inmóvil de la vieja y no se contiene de lamer sus manos y rostro con tal de hacerla reaccionar. Los pequeños humanos se aproximan, la sacuden y frotan, pero nada sucede.
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El verdugo arrastra el cuerpo de la anciana y la deja en medio de la sala de electrocución, a la espera de que llegue su colega quien se lleva los cuerpos al crematorio. Sin saber por qué se deja caer a su lado, cierra los ojos y se acurruca con ella en una escena que no les del todo ajena, como si la conociera de otra vida: caricias en la cabeza y un “shhh” que lo tranquilizó tanto como el tono que recordaba de su madre. Olfatea a la mujer y lame por última vez sus dedos.
De noche, mira a la luna y aúlla por un vacío que no comprende, aunque sabe que no por ello renunciará a su trabajo.

Carmen Macedo Odilón. Huidiza, procrastinadora, loca de las convocatorias y de escribir compulsivamente.